
El limpiabotas Merejo. Fiesta de la Flor, 1939. Foto Mayoral. Colección José Luis Pajares.
Muy conocido es el párrafo que Camilo José Cela, en su Judíos, moros y cristianos, dedica a un personaje muy popular de Ávila en el segundo tercio del pasado siglo. "Cara de mono, los ojillos pequeños y como confusos, y los brazos largos; el vagabundo piensa que, si Darwin lo hubiera visto, el gran Merejo hubiera muerto disecado." También escribe que era matador de reses bravas. No es cuestión de contradecir lo que el Nobel escribiera acerca de Merejo, o si es cierto lo que cuenta en todos sus términos, o es que fue mal informado o, ante tal personaje insólito, creía necesario fabular, como por ejemplo que fuera matador de reses bravas, algo difícil para una persona que medía poco más de un metro cuarenta centímetros.
Alberto el botero lo conoció y me contó, años ha, bastantes cosas relativas a este personaje. A Alberto muchos abulenses lo recordarán, pues ha sido el último fabricante de botas de vino de nuestra ciudad. Tenía su taller artesanal a la caída de la Basílica de San Vicente y, cuando hubo de cerrar el local, siguió su oficio -a principios del presente siglo- en una nave que en Naturávila le dejó la Diputación. Allí lo conocí, me contó, grabé y hoy transcribo.
Merejo, a decir de Alberto, era uno de los limpiabotas que en el Grande ofrecía sus servicios. Todos los que ejercían ese trabajo tenían un punto de desprecio por parte de mucha gente, hasta el punto que habían de llevar su cacillo para que les sirvieran el vino en los bares, pues no les servían en caso contrario. Nuestro personaje lo hacía en las inmediaciones del Águila de Gredos, pues la zona del Pepillo le estaba vetada. "Masticaba el vino."
Entre los años 40 y 50 del pasado siglo se celebraba cada año, en la antigua plaza de toros abulense situada en el paseo de San Roque, una becerrada con los limpiabotas de la ciudad como protagonistas. Hasta se hacía un cartel con la foto de ellos y allí aparecían Merejo, el Farias o el Tragayesos. Una vaquilla para lidiar entre todos ellos. Merejo, vestido de marinerito u otro disfraz y bastante beodo, se sentaba sobre una silla en medio de la plaza a esperar que la vaquilla lo embistiera, derribara y volteara ante el solaz del público. Merejo acababa con la ropa hecha jirones, corriendo delante de la vaquilla, tirado por el suelo y dando tumbos debido a su estado etílico. A la vaquilla la mataban entre todos de manera que, según Alberto, aquello era un desastre.
Merejo siempre fue viejo. Ese era su aspecto y nadie conocía su edad real. Vivía con su hermana, la Mereja, en una de las casas que extramuros, y junto al Arco de San Vicente, se alzaba en lo que hoy es jardín. Cuando estas casas fueron derribadas, vivió en los bajos de la Plaza de Abastos. Su papel en la ciudad fue el del bobo que sufría todas las burlas y humillaciones. Hoy sabríamos que era una persona con discapacidad intelectual. Siempre estaba escalabrado y, a veces, hasta su cabeza estaba vendada a causa de las pedradas y palos que recibía. Los chiquillos le perseguían, acosaban y maltrataban. Al decir de Alberto, muchos de esos chiquillos eran hijos o familiares de republicanos fusilados por los golpistas del 36.
Son varios los testimonios que afirman que Merejo, durante la Guerra Civil, señalaba a personas diciendo "¡Rojo, rojo, ese es rojo!" Al señalado lo podían ir a buscar a su casa a la noche, ser detenido, encarcelado y, a veces, fusilado. Una familiar muy cercana y querida, me contó cómo fue señalada así por Merejo y, ante el temor a ser detenida, fue rápidamente a buscar protección en un sacerdote que conocía –limpiaba su casa– e hiciera las gestiones para que nada le pasara. Afortunadamente, así fue. La de Merejo es una historia triste que nos habla de un tiempo también triste, pero que hemos de conocer para que no vuelva a suceder.