En estos tiempos de pandemia por covid-19 (coronavirus) que nos está tocando vivir y padecer uno piensa que el virus responsable de la enfermedad está poniendo en jaque los logros y conquistas sanitarias, económicas, sociales, laborales etc., en definitiva, los cimientos que la sociedad del primer mundo (la del mal llamado tercer mundo continúa también con su larga historia de sufrimiento y penalidades) estaba ayudando a consolidar poco a poco, granito a granito. Parece claro que esta pandemia está poniendo de manifiesto el sentimiento universal de indefensión del género humano ante la acechanza de lo desconocido, máxime si la amenaza que pende sobre nosotros cual espada de Damocles, es tan letal, segando y comprometiendo tantas vidas.
Es cierto que plagas, pandemias, calamidades las ha habido desde los orígenes del universo, desde el "big bang" inicial, pasando por todas la etapas prehistóricas e históricas de la humanidad hasta coronar con esta del siglo XXI a la que estamos haciendo frente y que desafortunadamente tienen un carácter cíclico. En otras épocas, se consideraban un castigo divino (las plagas bíblicas) o en el medievo, por citar otro ejemplo, las innumerables pestes y epidemias que asolaban poblaciones enteras y que, como hoy, obligaban al confinamiento de los pueblos. Después en los siglos XV-XVI se desarrolló el Renacimiento en nuestra civilización occidental y con él, el afloramiento del sentimiento de superioridad y divinización del hombre como dueño y señor del universo; siglos después, tras el periodo de máxima religiosidad del barroco, el filósofo alemán Nietzsche proclamaría, en el siglo XIX, la muerte de Dios.
Y es precisamente ese sentimiento de vulnerabilidad universal que este virus ha despertado el que está prendiendo en nuestra sociedad globalizada por mor de este veneno que está haciendo que los cimientos de nuestra civilización se tambaleen. No sólo en los aspectos sanitarios y económicos, que son actualmente los prioritarios, en los que los gobiernos están poniendo principalmente el acento; sobre todo, con la adopción de medidas sanitarias, monetarias y económicas que ayuden a paliar los efectos de la gravísima crisis venidera, sino en todos los órdenes de la vida. Estamos asistiendo al desconcierto, al desabastecimiento de los equipos de protección, al hacinamiento en los hospitales y en residencias de mayores, a la construcción y habilitación de hospitales de campaña, a la extraordinaria velocidad de los contagios, especialmente graves, principalmente, en personas mayores y con patologías previas, pero presentes también en quienes están en la vanguardia de la lucha contra el virus: el personal sanitario, en los que tenemos depositadas todas nuestras esperanzas y al que transmitimos todo nuestro agradecimiento así como a los militares, Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado y otros colectivos que están garantizando los servicios básicos. Estamos presenciando el cierre de colegios y universidades, la desinfección de pueblos y ciudades, el confinamiento generalizado (¡quedémonos en casa!), la paralización de la vida, la premura y desorientación de los gobiernos en la lucha contra este enemigo invisible que nos atenaza y que podríamos calificar de guerra desigual. Eso sí, una guerra completamente diferente a las anteriores en cuanto a la logística se refiere, pero no por ello menos dramática, como todas las guerras, pero más desalentadora si cabe, pues todavía carecemos y se tardará, ¡ojalá sea cuanto antes!, en dar con el arma, con la vacuna que sea capaz de controlar y de erradicar este maldito enemigo que tantas vidas está arrebatando y tanta desolación origina, no permitiendo enterrar a los muertos con dignidad ni guardarles el debido duelo.
Nadie está a salvo de esta terrible y mortífera pandemia; por ello, la única arma de la que disponemos es la de protegernos y proteger a los demás, haciendo caso y cumpliendo rigurosamente con los dictámenes del gobierno y de las autoridades sanitarias y municipales, no saliendo de casa (tenemos la tecnología como aliada) sólo lo estrictamente imprescindible y extremando las precauciones – el virus puede estar por todas partes- (cosa que nos consta se está llevando en el pueblo con absoluta rigurosidad), lo que manifiesta lo bien que hemos recibido el mensaje -nuestro pueblo sabe ser un pueblo disciplinado si la ocasión lo requiere y esta vez es absolutamente necesario- y la total disponibilidad para llevarlo a cabo.
Tiempo habrá para los abrazos, para la risa, para las relaciones de vecindad (que sin duda se verán fortalecidas cuando acabe la pandemia), para la vuelta a la normalidad de la vida (afortunadamente no es el fin del mundo, la ciencia se encargará de corroborarlo). Una vida que, si salimos de ésta y saldremos si continuamos cumpliendo, como estamos haciendo, con las pautas de comportamiento que nos vayan marcando las autoridades, será un renacer a un mundo nuevo, distinto, que valoraremos más y disfrutaremos mejor, cambiando y priorizando la escala de valores -como el de la solidaridad y los aplausos vespertinos a los sanitarios- que necesariamente ha de ser distinta y presumiblemente mejor.
Las grandes enseñanzas surgen de las desgracias y de los tiempos recios y estos son tiempos recios, como diría Santa Teresa de Jesús, de los que debemos extraer las mayores enseñanzas que nos ayuden a ser mejores personas y a contribuir a hacer un mundo mejor.
P.S. Lo que aconteció después fue peor en muchos aspectos, ora en lo referente a errores y presuntas malas praxis en la gestión de la pandemia: residencias de ancianos, mascarillas etc., ora en los comportamientos poco éticos e inapropiados por parte de algunos. No obstante, se consiguió la victoria final ante un virus tan letal, venido de China, aunque las predicciones y las expectativas de cambio, aprendizaje y mejora en el comportamiento, tras cinco años de aquella pesadilla, no se han cumplido.