Al contrario de lo que cantaba Mecano, yo no quiero vivir en la ciudad (entendiéndose esta por un lugar con más de medio millón de habitantes y un cinturón de poblaciones donde dormir) ni creo que pudiera. Ni los bloques de cemento gris, ni estar rodeado de gente que me mira, pero no me siente, ni las luces de los coches, ni el no poder andar ni respirar. No va conmigo. He tenido la suerte de crecer en una ciudad que me permite inspirar y vivir; no limitarme a trabajar y consumir (de hecho, esto último es cada vez más difícil).
Prefiero vivir con la amplitud de las montañas al horizonte, guardianas algunos días, amenazantes otros, pero siempre bellas, que estar cercada por edificios que se estrechan sobre ti, alejando el cielo y asediando el paisaje natural inexistente. Escojo las calles estrechas y fiables que dan amplitud al pensamiento. Enmarañadas, como ramas de un bosque cálido en el que encontrarte a ti mismo. En las esquinas, la historia se hace presente y real con edificios que hablan de que lo eterno.
Anhelo encontrar el campo a un paso de distancia, salir de casa y sentir esa conexión que te purifica, que llena tus pulmones de aire puro que limpia los pensamientos y los sentimientos. Me ahogaría, literal y metafóricamente, si me viera rodeada de aire gris, ensuciado por el tráfico, por los limitados espacios naturales y por las prisas del día a día.
Me marchitaría lentamente si tuviera que pasar mis días en una localidad a las afueras de una ciudad grande, preparada para producir y consumir, donde las grandes avenidas son vacuas y las escasas áreas verdes privadas. Sin espacios para la comunidad: las necesidades sociales se resuelven a través de negocios que evitan los verdaderos vínculos. Lugares que no están pensados para vivir plenamente, sino para que den la apariencia de que lo tienen todo cuando en realidad no hay nada que resulte esencial.
Sin embargo, veo a los niños jugar en los parques, a la gente encontrarse en la calle, a las vecinas hablar de ventana a ventana o a los tenderos conocer a sus clientes de manera profunda, no como un mero mecanismo de comercio y siento cómo florece en mí el sentimiento de pertenencia, de lugar adecuado. Me encanta que los productos de los comercios sean naturales. Poder comprar pan sabiendo dónde y cómo está hecho y que su consumo repercute beneficiosamente en el empleo de la ciudad. Ir al mercado de los viernes y saber dónde están cultivados los productos que se compran. Por encima de todo, no hay cosa que me produzca mayor placer que me regalen frutas, verduras y huevos de las huertas y fincas de mis amigos.
Qué suerte tenemos de vivir en un lugar tranquilo, lleno de belleza, protegido por las montañas y con el campo en la puerta de casa. De formar parte de una comunidad que permite que desarrolles vínculos fuertes. Y, también sea dicho, que tiene cerca opciones de diversión y cultura, que no están aquí directamente.
El único lastre de lugares donde la calidad de vida es superior, aunque no nos demos cuenta, es que no se invierte en ellos lo suficiente y al final hay carencias importantes en sanidad, transporte y otros servicios básicos. Me pregunto si no será aposta. Para evitar que las ciudades pequeñas y los pueblos grandes lo tengan todo.