El límite a la financiación pública de los medios de comunicación privados, polémica medida anunciada esta semana por el presidente del Gobierno, no deja de ser una muestra de intervencionismo de parte, porque si lo que se pretende es evitar con fondos públicos los "bulos de la ultraderecha" -Sánchez dixit-, habría que abordar esta cuestión desde un escenario parlamentario y bajo criterios de imparcialidad, rara avis en estos asuntos, se mire por donde se mire.
La llegada de Internet ha abierto un abanico casi indescifrable de medios digitales, que también quieren una parte de esa tarta pública en aras a la mayor pluralidad. Como igual de cierto es que el conjunto de las administraciones públicas tiene el deber de divulgar sus decisiones y acciones que inciden en la sociedad. Dicho de otra manera, se junta el hambre con las ganas de comer y, por ello, pretender poner puertas al campo es un desafío para unos y una entelequia, para la gran mayoría. Para empezar, el mayor anunciante de España es la propia Administración General del Estado, que destinó el pasado año 200 millones de euros a publicidad institucional, aunque no se sabe a dónde va a parar ese goloso montante. Y si nos fijamos en las comunidades autónomas, Cataluña es la que encabeza, por volumen, la clasificación regional, mientras que Barcelona es el primer anunciante entre todos los ayuntamientos de España. ¿Cómo se va a trasladar la medida anunciada por Pedro Sánchez a territorios como el que referimos, donde el uso del idioma catalán es un hándicap insalvable?
Toda iniciativa que persiga una mayor transparencia de los fondos públicos siempre será bienvenida, pero, permítanme que la incredulidad sea lo primero en lo que uno piense. El tupido tejido de instituciones, entidades públicas y otros órganos de la Administración central ya daría para un sesudo análisis. Sumen a ello todas las demás esferas públicas conocidas.