Llevo años metido hasta el cuello en el desarrollo de productos digitales. Interfaces, funnels, algoritmos de recomendación, experimentos A/B… lo que viene siendo construir cosas que usamos a través de una pantalla. Y aun así, muchas de las ideas que más sentido tienen no me vienen mirando métricas, sino charlando con alguien que está hasta las narices de repetir lo mismo cada semana.
Estaba hablando con un colega que trabaja en el mundo de la cultura. No diré nombres, Ávila es un pañuelo, pero digamos que se dedica a mover proyectos, conectar con medios, organizar cosas, lo típico de esos que viven con el móvil en la mano y el correo ardiendo.
En mitad de la conversación me suelta, ya con cara de estar hasta el gorro: «Estoy harto, tío. Siempre haciendo lo mismo con distinta cara. Es como el Día de la Marmota.»
Y a mí, que vivo con el modo producto encendido todo el día, sin buscarlo, se me encendió una bombilla. No porque habláramos de automatizar su trabajo ni de digitalizar procesos, sino porque su hartazgo tenía estructura. Repetía lo mismo una y otra vez. Y cuando algo se repite tanto, quizá no necesitas hacerlo mejor… sino hacerlo distinto.
Lo curioso es que la conversación no fue técnica, pero quizá sí estratégica. Fue una de esas charlas que empiezan por desahogarse y acaban convirtiéndose, sin querer, en semilla de cosas chulas.
Porque sí, lo siento: muchos de los trabajos que nos parecen únicos, artesanales, premium… en realidad tienen patrones, repiten flujos y podrían (deberían) ser producto. Pero nos da vértigo pensarlo. Como si reconocer que tu trabajo puede sistematizarse le quitara valor. Spoiler: no lo hace. Le quita sufrimiento. Que es diferente.
Y lo mejor de todo es que esta epifanía me pasó aquí, en Ávila. No en una demo en San Francisco, ni en un pitch en Madrid. En una terraza abulense, con un café y un pincho de tortilla de los que hacen que se te salten las lágrimas. Charlando con gente real, que no habla de «frameworks» ni de «user journeys», pero que entiende perfectamente lo que es repetir una tarea hasta el hastío.
Y es que muchas veces, lo más innovador no es inventar algo nuevo. Es mirar con otros ojos eso que ya haces cada día y preguntarte: «¿Esto, realmente, lo tengo que seguir haciendo así?»
Digamos que, después de aquella charla, han seguido algunas más. Algunas con papel, otras con cerveza. A veces una queja puede convertirse en una idea y una idea en… ¿quién sabe?... Pero eso ya os lo contaré otro día.