Históricamente, mujeres y hombres han encontrado en las creencias religiosas una respetable fuente de consuelo en momentos de aflicción, y de alivio cuando el dolor se adueña de ellos, y de esperanza cuando todo parece zozobrar o la cercanía de la muerte les hace temer que están a punto de hundirse de nuevo en la eterna sombra de la que un día emergieron. Esas creencias que, en mi opinión, debieran ser siempre una apuesta individual e íntima, los españoles damos la impresión de ir a ellas sólo si estamos rodeados de multitud, pues parece que no entendemos la fe más que en compañía de otros. Repito que se trata de una opinión personal, pero acato que cada cual organice su vida del modo que más feliz le haga.
Cuando yo era niño, en años de dictadura y nacional-catolicismo, en España se programaban tumultuosos congresos eucarísticos, magnas misiones populares por Pascua Florida, ruidosas coronaciones de vírgenes o vibrantes cruzadas de oración rosario en mano. Algunas de estas cruzadas y de estos rezos masivos recuerdo que los organizaba un tal Patrick Peyton, famoso sacerdote irlandés que llego a reunir en las calles de Barcelona a ochocientas mil almas. Algo parecido consiguió en Madrid y en otros lugares. Las manifestaciones y congresos a los que aludo se transmitían por radio y estaban presididos por cardenales, obispos, alcaldes, gobernadores civiles y militares, etc., con incontables banderas ondeando en los balcones. Eran, como digo, muestras de una piedad de aglomeración y fervorín, en consonancia con nuestra idiosincrasia y con los tiempos dictatoriales que atravesábamos.
La llegada de la democracia y el reconocimiento en la Constitución de que España es un país aconfesional no han supuesto obstáculo alguno para que las celebraciones callejeras de Semana Santa (aunque constituidas hace siglos) se hayan convertido hoy en depositarias primordiales de esa forma tan peculiar que aquí tenemos de vivir las creencias religiosas. La teatralidad, el estruendo de trompetas y timbales, los capirotes, los disciplinantes y empalados, el maravilloso y deslumbrante derroche de arte imaginero, los militares uniformados, las señoras de luto y peineta, los piropos a cristos y dolorosas que, desde los cielos parecen bajar para repartirse los fieles como los cantantes y otros ídolos terrestres se reparten los admiradores…, todo, sí, todo forma una escenografía españolísima para devociones con cierto tinte folclórico, desprovistas quizá (¡quizá!, no me atrevo a afirmarlo rotundamente) de un auténtico sentido sagrado. En ciudades de honda raigambre cristiana como Ávila, Sevilla, Toledo, Valladolid, Zamora o Salamanca, entre otras, las procesiones han sido declaradas incluso de Interés Turístico Internacional. Por todo ello, y con reiterado respeto hacia quienes así entienden la fe, hago votos para que la climatología no arruine la lícita felicidad que millones de queridos compatriotas encuentran estos días viviendo a su modo la Semana Santa.