El pasado lunes asistí a la salida de la Virgen de La Esperanza de la iglesia de San Juan. Una balsa de brazos, cientos de caras, todos los corazones latiendo en diversas frecuencias pero juntos, silencio en el momento en que se abren las puertas, música imponente al arrancar el paso. Pero lo que se presentía era lo que estaba en los interiores, un murmullo de almas que pedían por algo, que rezaban por alguien que está aquí o que quizás se ha ido ya hace tiempo. Se percibía, entre cornetas y pétalos de rosa, una marea de anhelos, de deseos, todos caritativos y dirigidos al bien de alguien, o al recuerdo.
No tengo en la memoria ningún foro que sea comparable, en el que únicamente exista la bondad y la hermandad, con todas las acepciones que conlleva. Porque hermandad es ese vínculo profundo que trasciende la mera consanguinidad para abrazar una conexión espiritual y emocional entre la gente. Significaba el lunes que se puede compartir la alegría, la celebración, pero también el sostenerse mutuamente en los periodos de adversidad y desafío. La hermandad implica una promesa tácita de lealtad, apoyo incondicional y comprensión por esas experiencias compartidas, y la aceptación inquebrantable del otro, con todas sus virtudes y defectos. En esencia, la hermandad es el reflejo del amor en su forma más pura y altruista, una fuerza que une a las personas en un compromiso de cuidado recíproco y respeto profundo, demostrando que la verdadera familia no siempre está determinada por lazos de sangre, sino por las elecciones del corazón.
Todo eso traspasaba las pieles de los hermanos de La Esperanza y llegaba suave entre la frialdad de un Ávila más gélida que nunca, más austera que nunca, más tremenda. Y ahí se encontraban la esperanza humana, intrínseca a la condición existencial, como fuerza motora por la superación y la búsqueda del sentido de plenitud de la vida, esa absolutamente universal que entierra sus raíces en el imaginar un futuro mejor. También estaba la esperanza católica, la religiosa, enraizada en la fe y en la creencia en Dios, abrazando una confianza inquebrantable en la salvación y la vida eterna. La virtud teologal, un regalo divino que sostiene a los creyentes en los momentos de prueba y sufrimiento, ofreciéndoles una luz de consuelo y paz que supera todo entendimiento.
Estaban ambas formas de esperanza, la humana y la divina, arropadas sin distinción, sin juicio y sin inquisiciones, por el manto de La Esperanza, alumbradas ambas por temblorosas velas casi extinguidas por los golpes de viento. No importaba este lunes si eres creyente o no, o si rezas cada noche al acostarte, no importaba ese lunes si era la única vez al año que te sientes cercano al hecho religioso, importaba únicamente la certeza de que ambas esperanzas conforman un tejido de fortaleza y consuelo que sostiene al ser humano en su peregrinaje por la vida.
Todo en la noche del lunes fue poético: la música, la cadencia de pasos en el pavimento, los rezos, los silencios, las meditaciones, el misterio de hábitos y de capuchones, las flores, el miedo a que lloviera, las lágrimas de algunos, la emoción contenida. Y toda esa poesía giraba alrededor de la esperanza, de La Esperanza.