La celebración del Viernes Santo trae a mi memoria la figura del sacerdote y dominico padre Rafael Laya, el padre Laya, al que muchos abulenses seguramente recuerdan con la misma emoción que yo. Y asociado a él, recuerdos de la radio, del Vía Crucis que discurre en la madrugada del Viernes Santo en torno a las Murallas, y que durante muchos años transmitió la emisora de Radio Gredos, luego Radiocadena Española y finalmente Radio Nacional de España.
Conocí al padre Laya pocos meses después de mi llegada a Ávila en la transmisión del Via Crucis, y desde el primer momento me produjo una honda impresión por su calidez y calidad humana, su bondad y su inteligencia. Él era el encargado de seleccionar y coordinar los textos y reflexiones, las lecturas que acompañaban cada estación penitencial. En ellos siempre encontré la impronta de una persona generosa y solidaria, que trataba el dolor de los hombres con extraordinaria dignidad y compasión y que sabía conectarlos con la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo.
Este mirar de frente al dolor de los seres humanos en el caso del padre Laya estaba lleno de valor, miraba de frente a las cosas y no buscaba eufemismos para endulzar la realidad. Como ferviente cristiano, creía y confiaba en la Salvación. Como persona comprometida, se ponía en marcha desde el primer momento para ayudar a quien lo necesitara. Sus comentarios no eran solo palabras bien elegidas, sino el reflejo de su forma de actuar en la vida. Así pude comprobarlo cada vez que tenía contacto con su labor como sacerdote y su trabajo en la comunidad dominica del monasterio de Santo Tomás. La fe del padre Laya movía a jóvenes y mayores, a creyentes y escépticos. Te implicaba. No podías permanecer indiferente ante ella.
Aquellos Via Crucis fueron para mí auténticos, inolvidables, momentos de radio. También de aprendizaje. Por la generosidad y el talento de mis compañeros, que ponían lo mejor de sí mismos. Por la sencillez y la humanidad del Padre Laya. Nunca olvidaré los madrugones de Viernes Santo que afrontábamos con optimismo y en los que renunciábamos a nuestro descanso para realizar aquellas transmisiones que seguían miles de oyentes, en las que poníamos nuestros conocimientos y profesionalidad a su servicio. Yo creo que ese estado de ánimo era un pequeño milagro de Rafael Laya, que despertaba con su energía lo mejor de nosotros.
Una vez terminada la transmisión, y con el íntimo orgullo del trabajo bien hecho, era tradicional el desayuno de café con churros en algún bar próximo a la Emisora. Después, quien estaba de turno volvía al trabajo y los demás a recuperarnos de la falta de sueño.
Algunos de los que formábamos parte de aquellas transmisiones, no están ya entre nosotros y el padre Laya también nos dejó. Dicen que las ondas de radio nunca se apagan del todo, y que por mucho tiempo que pase, permanecen vivas en el espacio, de manera que podríamos escucharlas con un receptor suficientemente sensible. Estoy seguro que es así y que la emoción compartida entonces sigue viva, como viva sigue la memoria del padre Laya entre quienes le conocimos y aprendimos de su ejemplo.