La desaparición de Kissinger tras una longeva vida evoca hoy la controversia que todo ser humano, o prácticamente todo, deja y despierta tras de sí. Un intelectual brillante como pocos, profesor en Harvard durante diecisiete años, es sin lugar a dudas uno de los grandes referentes en política exterior de la segunda mitad del siglo XX y sobre todo de una década vertiginosa como lo fue, la de los setenta, donde dictaduras militares, movimientos de izquierda, populismos trufados de un comunismo aún en sus horas fuertes, marcaron la agenda estadounidense, la de sus aliados y la de sus adversarios enemigos. Tanto América Latina, como el sudeste asiático, fueron tableros de una geoestrategia en la que la influencia y la impronta de este asesor de seguridad como luego secretario de estado se hicieron omnipresente.
Fue pragmático, como pocos, ambivalente, y obsesivo por el orden internacional. Eso sí, el suyo o el liderado por EEUU, lo que llevó a una apertura hacia China y debilitamiento de paso de la URSS. Rota cierta realpolitik de sello y cuño George Kennan, Henry Kissinger cimenta los pasos a la distensión con el bloque soviético. Creyó y lideró, aconsejó y auspició en primera línea o en la sombra donde su consejo no era menor que su lucidez, evitar la deriva y proliferación nuclear. Sin duda, estas actuaciones pesan en el lado más positivo de su biografía. Supo hacer de puente en algún momento entre Israel y algunos países árabes, no todos. Él que tuvo que escapar como alemán judío de la barbarie nazi en 1938.
Por el contrario, el patio trasero como en el argot vulgar político se denomina a ese espacio que no sea EEUU y Canadá en América, fue un claro foco de intervención y obsesión como contrafreno a la expansión del comunismo. No ocultó esa preferencia por las dictaduras militares en el cono sur de ese continente y todo lo que envolvió aquella atmósfera que sin el apoyo más abierto o vedado de Washington y la diplomacia de intereses no hubiera prosperado. Sus declaraciones públicas, otra cosa sería conocer las privadas, sobre Chile eran elocuentes.
Tal vez no hubo tiempo ni espacio para el escrúpulo, tampoco para los ideales políticos, o tal vez, aquello de que el fin justifica los medios, podrían encarnarse en este político y asesor, próximo a las lecciones de Maquiavelo. No hubo presidente que hasta el último momento no quisiera una foto, o el viaje ya con cien años a China hace unos meses. Su lucidez no ha sido menor que mucha clarividencia en algunas cuestiones. Su consejo fue escuchado y su análisis desbrozado. No estuvo exento ni de ironías ni de vehementes cortes arrogantes. Su pragmatismo no midió lo que suponía en el adversario o en el enemigo o en aquellos países que militar o dictatorialmente sufrieron las consecuencias. Pero Estados Unidos sobrevivió como única superpotencia cuando Reagan y el primero de los Busch certificaron la defunción soviética. De aquellos lodos estos barros kissingerianos, pero que sin él, no se hubieran conquistado por Washington.
La actitud ante la guerra de Vietnam basculó y cambió, lo que le llevó a un Nobel, medalla que su homónimo vietnamita sí devolvió cuando se incumplieron los acuerdos de París. La guerra y la política, la vida pública y privada, se dieron cita al hombre que tras sus gruesos lentes de pasta observó y analizó con diagnósticos no pocas veces muy certeros. Le acusaron de crímenes de guerra.
Se va el hombre que encarnó en su ser la palabra diplomacia, luces y sombras, el que dicen que afirmó que sabía que, allá por diciembre de 1973, estaba dando la víspera la mano a un cadáver en Madrid. Quién sabe si eso solo fue una invención o una patraña más en todo lo que se dijo sobre él. Controversias y polémicas jalonan con aciertos y realidades una vida rica y dilatada del hombre, el intelectual, el político y el consultor.