No siento que el año nuevo ha comenzado hasta que escucho al director del Concierto de Año Nuevo y a la Filarmónica de Viena decir «Prosit Neujahr» y empieza a sonar el Danubio Azul. Con las cuerdas vibrando y las flautas emitiendo sus suaves melodías que evocan meandros y vegetación fluvial, pero también danzas delicadas y elegantes, el año nuevo se abre ante mí lleno de promesas y de sueños por cumplir. Después llega la Marcha Radezky, esa melodía militar que honra a un hombre cruel y sangriento, pero que en nuestros días representa la alegría del año que comienza mientras lo celebramos unidos con algo tan simple como dar palmas. Lo mejor es que lo hacemos todos a la vez, pues el concierto se retransmite desde Viena al mundo entero en directo y sus telespectadores, da igual la hora que sea, llevamos a cabo el mismo ritual. Este es solo un ejemplo de una bella realidad: nada nos une como lo hace la música.
Una prueba de esta afirmación la encontramos a principios de mes en el entierro del cantante de The Pogues, Shane MacGowan. Los videos de su funeral de estado recorrieron el mundo. Por un lado, las calles de Irlanda llenas de gente cantando, como pasó, aunque más tímidamente, con Concha Velasco. Por otro, el final de su entierro donde tocaron su balada más famosa, que dio la casualidad de ser una canción navideña, y miembros de su familia saltaron de los bancos y se pusieron a bailar al lado del ataúd de mimbre, mientras más gente en la congregación lo hacía desde el sitio. Un auténtico homenaje a la vida que solo un músico puede recibir, pues la influencia que las melodías tienen en nosotros es trascendente a niveles inexplicables.
Pero los ejemplos están en todas partes. Los miles de personas que han pasado por el concierto de los avatares de ABBA y salen emocionados y queriendo más, pese a que solo han visto a unos hologramas cantar las canciones que aman. No tiene tanto que ver con verlos a ellos en su juventud y viajar en tiempo, como con el hecho de poder compartir el momento con una sala llena. Todas las personas que abarrotan las plazas de los conciertos de Nuevo Mester de Juglaría año tras año, y ya van 54, y acaban bailando. Los festivales musicales que recorren la geografía nacional cada verano. La West-Eastern Divan Orquesta que el músico judío Daniel Baremboim proyectó con el filosofo árabe Edward Said para unir a músicos judíos, árabes y palestinos y contribuir a la solución pacífica, el dialogo y la reflexión del conflicto en aquel entonces, ahora guerra, entre Israel y Palestina. Los llenos absolutos de los músicos en lo más alto de las listas, pero también de los que vuelven tras años retirados. Y, por supuesto, los millones de personas que estudian música en el mundo y muy especialmente los que deciden dedicarse a ella, sabiendo que no siempre va a ser fácil, la larguísima carrera que supone, la posibilidad más que segura de acabar pluriempleado, el escaso reconocimiento social o los comentarios sobre la gratuidad de su trabajo, entre otras cosas. Pero aún así persisten. Y hacen del mundo un lugar mejor. Por eso, a punto como estamos de decir eso de «Prosit Neujahr», quiero acabar y empezar el año dándoles a todos ellos las gracias, hagan la música que hagan y estén donde estén. Porque sigáis llenando de vida y belleza el 2024. Qué buena falta nos hace.