Cada día, al llegar al trabajo, paso por delante de la estatua de Claudio Sánchez-Albornoz situada en esta plaza que lleva su nombre, que no llega a ser plaza, sino recoveco ciudadano, esquinado frente al Mercado Grande. En la retaguardia, Santa María la Antigua sigue desolada, perdidos sus galones de siglo XII, e impertérrita, olvidada quizás a pesar de sus preciosidades. Y ahí está Don Claudio, metalizado en su perpetuidad, la frente surcada por profundas arrugas, gafas contundentes y un rictus de tristeza que quizás lo acompañara toda la vida, desde que tuvo que exiliarse primero en Francia e, irremediablemente, después en Argentina.
Estos días, en los que se reivindica su memoria y su aportación a la concordia y a la paz, algo encomiable y justo, también hay que hacer una reflexión sincera sobre la flaqueza memorística de todos. Son tantos los acontecimientos sucedidos y emerotecados, palabro que creo me invento al azar: su abandono allende los mares, la dejadez para proteger su Fundación, la impasibilidad para el cuidado, durante años, de este busto al que nos referimos… Pero él sigue ahí, y menos mal, en su Ávila, en su ciudad, observando desde un ángulo poco privilegiado nuestra cotidianidad de idas y venidas. Escuchará muchas conversaciones porque la gente se para ante las estatuas confiados en su discreción hierática; verá pasar las estaciones y calibrará la falta de nieves y el exceso de temperatura; volverá a recordarse en Ávila, cuando los años no le pesaban sobre los hombros y cuando esa expresión de puro abatimiento no entraba en sus planes.
Dice la Real Academia de la Historia que "el primer artículo de investigación de Claudio Sánchez-Albornoz apareció en 1911. Dicho artículo, que no se refería a la Edad Media, se titulaba 'Aportaciones para la Historia. Ávila desde 1808 a 1814'. Por esas mismas fechas, publicó en el Diario de Ávila otro artículo que llevaba por título 'Ávila y Jovellanos'. Eso aporta la idea de que la ciudad estuvo siempre en su imaginario, desde el inicio, y que por ella sufrió y tembló, lloró seguramente ante acontecimientos que todos quisiéramos olvidar, pero que nunca deberíamos sacar de la memoria, aunque la contradicción dialéctica sea evidente.
Premio extraordinario en su carrera; doctor por la Universidad de Madrid; número uno en las oposiciones al Cuerpo Facultativo de Archivos, Bibliotecas y Museos; catedrático numerario de Historia de España en las universidades de Barcelona, Valencia, Valladolid y Madrid; miembro de la Real Academia de la Historia; Rector de la Universidad Central; diputado por Ávila entre 1931 y 1936; Ministro de Estado en 1933; Vicepresidente de las Cortes en 1936; Consejero de Instrucción Pública entre 1931 y 1933; Embajador de España en Lisboa; profesor de Historia en las universidades de Mendoza y Buenos Aires; fundador en Argentina del Instituto de Historia de España y la revista «Cuadernos de Historia de España»; desde 1959 hasta 1970, presidente de la República en el exilio… Y al final queda Claudio, en Ávila, aportando su cordura y su paz, su sentido de estado, su convicción acerca de la lealtad.
El hombre, encerrado en su estatua, enterrado en la catedral, de vuelo largo e ideas precisas. Un hombre del que aprender que el diálogo no es solo una posibilidad, sino una obligación para no perecer.