Alrededor del amor y desde tiempos inmemoriales, han surgido leyendas épicas y destrozos en los corazones. También historias de renuncias, de muertes prematuras, de dolores intercostales cercanos al gran órgano vital y de sacrificios definitivamente locos. Todo en torno a esa incontinencia sentimental que estalla entre dos personas que se aman y que lo dejarían todo por el ser deseado: su libertad, sus intereses y su, digamos, perímetro de confort.
Las leyendas son variadas y múltiples, ejemplificadas pudiera ser por los amantes roqueños que entre muralla y castillo devanaban sus cuitas amorosas en pronunciamientos entre Ávila y el promontorio de Mironcillo en épocas pretéritas. Aquí entraban en juego linajes y rivalidades seculares entre caballeros, cuyo pecunio y poderío pudiera estar en entredicho, y quizás también guerras de frontera que mezclaban sangres de enemigos. Casi no queda nada que pueda aderezar con más tino un amor imposible y desgraciado.
No sé yo si actualmente el amor se viste de trágico atavío, quizás en muchos casos, pero de forma algo más prosaica, sin tanto adorno de estandarte y escudo. El amor de este tipo se transmite, me parece, escondido en la jungla de Instagram, o evidenciado en gráfico por los emoticonos que determinan el curso de los días, sin escuchar una palabra dicha, pronunciada. El amor del dolor y de la pérdida, de los celos, del estar impaciente, parece pervivir de alguna forma, desde los pedregales del castillo de entonces, hace siglos, hasta las aguas quietas de un café en una esquina de París en 2024.
Porque para rendirse a ese tipo de amor no importa la ciudad, ni el siglo, ni el escenario de cualquier continente, todos somos iguales si sufrimos en ese amor que no nos hace héroes sino súbditos, y a la vez somos épicos, creemos, por luchar por un beso enclaustrado en el ideal de la melancolía. Buscamos llegar hasta los límites de la «pasión - dolor» por estar vivos, por sentirnos latentes las veinticuatro horas, sin importar que se desgaste el ánimo, la risa o los espacios, sin que sea la realidad lo que acontezca las veinticuatro horas, sino una suerte de duermevela inmenso, extasiado por un sentir que no es de ninguna manera placentero, pero sí.
Cuando pasan los años y la quietud es más obligación que una elección consciente, se necesita sosegar el alma, ganar para el amor un camino sencillo y transitable, sin palabras grandilocuentes y excesivas, sin pretensiones recias. Solo un amor suave y apacible, que haga de tu casa tu castillo, que devane los días como lana tejida en el invierno, que reduzca los miedos a la muerte, un amor de velas y de flores y de caricias lentas, un amor verdadero, sin dolor, manqueospese.