Supongo que no gustan los artículos hechos para agravio de amor patrio, pero no vamos a hablar siempre de virtudes propias. Si no se hace examen de conciencia, mal se va a mejorar en la vida. Y cuento esto porque, supongo, tendremos que ser los de aquí los que nos hagamos censores de nuestros propios pecados, porque de lo que nos dicen los de fuera hacemos caso omiso. Tentado he estado en muchas ocasiones de hacer una serie de artículos sobre los defectos del abulensismo, si es que esto último existe. Los pecados del carácter abulense, seguro. Uno de ellos, sin duda, es la desafección por los ciudadanos que patearon nuestras calles, unos de acá y otros de allá. Parece que se hace ejemplo aquí de eso de "clavo que sobresale, martillazo". Alguna vez he traído ejemplo a estas páginas sobre no pocos casos en los que parecemos dar a los nuestros sepultura histórica. Se salvan de la quema muy pocos y todo ello a fuerza de tiempo y ganas de algunos esforzados. He vuelto de una cercana ciudad de la Castilla Nueva hace unos días. Por acá y por allá unas plaquitas sobre las visitas de escritores a la ciudad: que si Lorca dijo esto, que si Pemán dijo lo otro… Por otro lado, recordatorios constantes al nacimiento de tal político o al de tal otro de la farándula. No voy a decir que fuera una polución de placas votivas, pero, al menos, se rinden cuentas de quien llevó el nombre de la ciudad a gala. Aquí costó Dios y ayuda recordar a Tomás Luis de Victoria, que tuvo escultura después de décadas de olvido y proyectos que iban cayendo uno tras otro. A Suárez, estatuilla de paseante entre kioskos de chuches y jardincillo que no termina de encontrar su sitio; todo ello en su plaza, la que lleva para remodelarse tantos años. Encontró asilo también el nombre de Welles. Como fue a medio esconderse el busto de Sánchez Albornoz o las tímidas calles de María de San José o San Pedro del Barco. Agustín Rodríguez Sahagún corrió algo de mejor suerte y tiene Avenida. Pero pregunten a los muchachos del vecindario a ver si saben quién fue. Y pare usted de contar. El no querer lo propio parece seña de identidad del abulense. Quiero creer que, como los viejos huertos del XVI, que existían de puertas para dentro, esa historia se lleva también por debajo, sin que se note. Pero un poco de afecto público por los nuestros no nos haría mucho daño; no más que ese refajo de historia que llevamos puesto, así, por lo bajini.