Fernando Romera

El viento en la lumbre

Fernando Romera


Fruslerías de domingo

31/07/2024

Quienes somos animales de costumbres apreciamos en los pequeños detalles la presencia de la novela. En lo que para otros pasa por ser aburrido o tedioso, para algunos llega con el regusto de la literatura, aunque no sea más que en un brillo de lo cotidiano. Está en una conversación cogida al vuelo en una pareja que pasa a tu lado; en un gesto de educación en un viandante; en ese "bro" con que saludan ahora los más jóvenes… Así que sales el domingo tempranito, a eso de las nueve de la mañana a comprar unos churros y medio litro de chocolate hasta el jardín del Recreo, porque con la edad, uno ha descubierto que hay una complacencia en las costumbres. Aún y con todo, las cosas acontecen con una intensidad difícil de medir. Porque hay una fauna de domingo por la mañana que hace del paisaje de cada semana una novela por entregas. Pasa el autobús, siempre con un par de personas a bordo, serias o circunspectas. Quizá trabajen el domingo y eso les pinta el gesto de desagrado. O van al hospital a cubrir algún cambio de turno familiar. No pasan más de cuarenta o cincuenta pasos (en las distancias cortas, cincuenta pasos son un tren de media distancia) sin que amanezca un ciclista. Raro es el domingo, llueva o truene, que no haya alguno a esas horas. Deben de tener un ritual que se nos escapa, enfundados en sus uniformes aerodinámicos y fosforescentes. Seguramente se vean en algún lugar, sin premeditación, sin llamadas telefónicas o whatsapp y se echen a la carretera a buscar kilómetros como los pajarillos granos o ramitas de madera. Luego están los chavales, esos del "bro", que suelen aparecer desde la nada. Se les nota la noche en los ojos y en el andar, enfrascados en sus pensamientos que son recuerdos recientes, los únicos recuerdos posibles en los jóvenes. Algunos vuelven sonrientes porque han sido horas de esplendor y otros marchitos, como buscadores de perlas que emergen con las manos vacías. No es raro tampoco algún vagabundo arrastrando un carrito de bártulos grises que ha recogido tras pasar la noche en algún resquicio de la ciudad. Y, finalmente, los que vamos a comprar los churros. Coincidimos cuatro o cinco haciendo cola, rara vez los mismos. Nos damos los buenos días y hacemos lo propio con los churreros, que están allí cada mañana, despertando al personal con su amable "¿le pongo un poco de azúcar?", como si fuera el postre o la guinda del paseo. Luego dicen algunos que en estas capitales de provincia nunca pasa nada…Que no saben mirar.