Fernando Romera

El viento en la lumbre

Fernando Romera


Los setos del parque

03/07/2024

Los setos en los parques cumplen con su función. Y aunque no la cumplan, por algo estarían ahí, supongo. En su momento alguien diseñó un jardín, colocó árboles y plantas en su sitio, considerando su belleza y su empaque: unas coníferas por aquí, unos castaños de indias por allá, unos rosales por otro sitio… Es decir, una mano y una mente pensaron y escribieron una forma para un lugar y ese lugar para sus convecinos. Las formas son importantes. Igual que se diseñó una iglesia con una torre se diseñó un jardín, hecho para ocupar un espacio y ofrecer algo al viandante. Podía ser sombra, podía ser agua, fresco, o simplemente una decoración entre una maraña de edificios a los que dejar algo de vida no humana; dejar a la vista un landscape que llaman los británicos. Allí hacen la suya, su vida, los pájaros, los insectos, alguna que otra lagartija que sale a tomar el sol por estas fechas y, cuando se riega bien, algunos caracoles, que son especie reacia a habitar estos secarrales. Los setos, unos de boj, otros de evónimo, cerraban el césped y el arbolado, consiguiendo una distribución más o menos geométrica de la naturaleza, porque básicamente eso es un jardín, nuestra manera de someterla a nuestras formas lineales y racionales. Claro, que eso es lo ideal, lo que habría de ser un parque. Porque solo hay que pasearse por algunos para ver cómo los setos han desaparecido, dejando un parterre de césped insulso y sin enmarcar, al que acceden los peatones, como si otro de otro camino más se tratase, guardando los desperdicios de los perros acá y allá y sirviendo de campo, improvisado de fútbol para el ejército de niños que no sabe jugar a otra cosa. Se ha roto el equilibrio que alguien diseñó para ese espacio en virtud, seguramente, de la comodidad y del ahorro en el erario público, cuando no por una pretendida y rancia democratización de las ciudades. Eso por no hablar de aquellos otros jardines a los que apenas se acerca la podadora, y la maleza crece a sus anchas, por donde antes había caminos. Entre unas y otras cosas se ha ido desdeñando la imaginación de un paisajista, convirtiendo los jardines históricos en espacios sin presencia y personalidad, dejados muchas veces de la mano de Dios, y por supuesto, de la mano de quien sabe dibujar en la naturaleza nuestro propio pensamiento de geómetras. Hubo una época en que cada jardín tenía su jardinero y, en su sencillez, todos lucían en cada estación del año. Es lo que tiene la mano afectuosa del ser humano y no la eficacia de las modas de esta urbanidad sin rumbo.

ARCHIVADO EN: Ávila, Naturaleza