Ester Bueno

Las múltiples imágenes

Ester Bueno


El Palacio

01/12/2023

Una fotografía recibida al azar me transportó ayer al Palacio, lo pongo en mayúsculas porque para mí el Palacio, el término «Palacio», significa,  en primera instancia, mi escuela, el sitio donde pasé gran parte de mi infancia, donde forjé las primeras y más sólidas relaciones de amistad, que han perdurado hasta el momento. Una mole de piedra y pizarra que me observa en cada ocasión y me devuelve a la niña que fui, con el pelo largo y las faldas de cuadros que mi madre confeccionaba con «El Burda», una despiadada revista alemana llena de patrones incoherentes, dibujados uno sobre el otro en distintos colores que milagrosamente ella lograba descifrar, y que se convertían sobre la tela, casi siempre, en faldas de cuadros plisadas, más fáciles de coser que tejidos lisos y sin guía. Pasar ante el Palacio me transporta a los días tan largos, sin ninguna sensación de que llegarían los mañanas difíciles, la muerte, el desengaño, la violencia de la vida común, escondida en las hipocresías múltiples de la buena educación y del dolor interno. Me refugia en las risas incontrolables de aquellos años, risas sin pretensiones, simples y limpias, repletas de sentido, sin sentido. 
Mi escuela, el Palacio de los Duques de Alba de Piedrahíta, tiene ventanales que asoman su mirada curiosa por un lado al patio de armas, por el otro a sus jardines, aún pretendidamente versallescos. Entre esas paredes se han recogido las voces, risas, llantos, desesperaciones, juegos, silencios de tantos niños, un incalculable número de pequeñas almas cuyas ilusiones y decepciones primeras albergaron esas paredes ahora remozadas, pero siempre impregnadas de la pátina ocre de las viejas leyendas, de temidas historias de fantasmas y duendes y de Goya pintado La Vendimia, la Duquesa posando desnuda para él, desafiante ante lo establecido en un mundano replegarse a la aventura dentro de esos confines. 
A pesar de las intervenciones de dirigentes que me son coetáneos y que sin ningún tino intervinieron en los aledaños, imponiendo balaustradas y rejas, y raros condominios de tela sobre tierra, el Palacio no ha perdido la esencia primigenia, aún tras varios incendios de diferentes guerras, en los que se salvaron de milagro las puras estructuras trazadas por Marquet, bajo la supervisión de Fernando de Silva y Álvarez de Toledo en el siglo XVIII. Esos muros de granito, por sí mismos ya son un país, un continente, un parnaso que evoca la historia y los recuerdos desde hace ya siglos. 
Las estaciones no hacen varían las estructuras de este trozo de historia que domina desde arriba la Villa y oculta una antigua fortaleza a sus pies. Lo que sí cambia inagotablemente es el paisaje que se observa desde sus lentos interiores. La luz es tan distinta en el verano, atascado de polvo y de canícula; el invierno nevado, reflectante de escarcha, removido por el fragor del aire de la sierra; las primaveras lánguidas de flores sin futuro, ni raza, sin pedigrí ninguno, prestas a marchitarse; los otoños cargados de hojarasca recluida en los rincones por el viento, y amasada pudriéndose de lluvia. Esas luces cuyas monotonías de estación se reflejaron en mi frente de niña y que me hicieron ser esta persona. Somos de la paciencia de las estaciones, de las cambiantes atmósferas del cielo en cada época de año. Somos más de esas eternales cadencias ancestrales que de nuestros ancestros.  Somos como los animales de cualquier latitud, si nos lo permitieran nos dejaríamos llevar por la inocencia, por la simple intuición. Nos alegrarían los olores del jardín de los Duques cuando las moreras se ponen de verdes aceituna, o cuando la nieve oculta cada sitio y se respira ese sentido de lo helado, de lo determinantemente frío; nos pondríamos tristes por la partida de las golondrinas o de que se escondieran los murciélagos en las bóvedas hasta sabe Dios cuándo; tendríamos un sentido de derrota cuando ya no quedaran hojitas en las ramas y quizás cuando se perdieran nuestros pasos entre las hojas muertas; daríamos un giro de alegría al avanzar los amaneceres y mostrase impertinentes los rojos y amarillos, látigos del sol que nace. 
El Palacio, en esa foto que hoy me ha hecho volver atrás, parece muerto en el atardecer, vacío, desquiciado en sus soledades. Se lo parecería a cualquiera que no hubiera estado en esas aulas, que no hubiera corrido por los patios o por los pasillos removidos de pisadas pequeñas, yo sé que está repleto de hadas y de trasgos.