Hará alrededor de 230 años que Goya se paseaba por los jardines del Palacio de los Duques de Alba en Piedrahíta del brazo de María del Pilar Teresa Cayetana de Silva Álvarez de Toledo. La dama ronda ya la treintena y va vestida con un atuendo blanco de estilo neoclásico, con mangas largas y escote cuadrado, engalanado con delicados bordados y encajes. Francisco de Goya la acompaña y deja que ella pose delicadamente la mano en su muñeca. Avanzan por el pasillo central, pleno de verdor en ese inicio del verano, protegidos por los árboles que cincelan de verde las inmediaciones del pequeño estanque colmado de agua por las lluvias de la primavera.
Aún no es mediodía y el sol no ha alcanzado su cenit, por eso avanzan pausadamente, charlando sobre los últimos acontecimientos de la Corte, sobre el próximo encuentro de artistas que planea la Duquesa para julio, allí mismo en ese Palacio que era su lugar de reposo y de evasión, su lugar de ser ella, libre y sin ataduras.
Mientras caminan, Goya va entablando un diálogo íntimo con su propia imaginación. Ve a la Duquesa con este vestido que ondea levemente a los pequeños golpes de brisa, una banda roja en la cintura, sus pendientes perlados y ese collar que le ha visto en más ocasiones y que le otorga un toque de sofisticación. El cabello rizado y oscuro, suelto sobre los hombros, enfrentándose a los gustos oficiales de la época, enmarca el rostro, los ojos con esa habitual proyección de confianza y autoridad. La pintará mirándole directamente, como si estuviera interpelando a los que la contemplan, pondrá en su melena una flor roja, dedicada a los amores perdidos y a la vida, y en la pechera un lazo marcando el lugar donde le late el corazón. Descartará cualquier intención libidinosa con algo tan sencillo como el perrito de compañía de la dama y elegirá de fondo algo muy gris, para que nada pueda ser competencia, estará ella, nada más, la musa cortesana que es capaz de debatir de cualquier cosa con propios y extraños. Dotará a esa mujer de poder y belleza en la inocencia del blanco y el dorado, le dará vida estallando de rojos los puntos cardinales de su cuerpo. Y el cuadro será la luz en lo primero, la oscuridad al fondo, y retará a envidiosos y cotillas por los siglos de los siglos.
Este fin de semana, el espíritu de Cayetana, esa duquesa luminosa y arisca, se paseará por las calles y las plazas de Piedrahíta, acompañada de majos de ahora que rememoran quizás a los que fueron, a los que están enterrados en el antiguo convento de los Dominicos, a los que ya no son ni polvo ni ceniza, y cuyos bailes permanecen sobre las losas de los empedrados de la Villa. La muralla cerrará su círculo una vez más y contendrá las canciones y los sentimientos, asomará la luna en su cuarto menguante, mitad amor y mitad sombra, por el promontorio de la Peña Negra, y en la noche Goya susurrará sus visiones de fantasmas y gárgolas, y de uvas recogidas en el septiembre del Cerro de la Cruz.
Visitar Piedrahíta es siempre una buena idea, pasear sus secretos, descubrir lo bello y lo sentido, lo cuidado, pero este fin de semana se puede uno encontrar con los goyescos, de trajes aterciopelados, redecillas de borlas y mantones hechos para lucir estampa. Se pueden degustar manjares nuevos y se puede departir con piedrahitenses que aman más a su pueblo que a sí mismos.