Hace poco Concha, bibliotecaria, rememoró cuando era pequeña e iba a sacar libros de Roald Dahl a la Biblioteca Pública. Lo que ella no recordaba y yo le conté, es que empecé a sacar sus libros gracias a ellos. En algún momento de mi infancia, hicieron un cuentacuentos de 'Cuentos en verso para niños perversos' y ahí comenzó mi larga historia de amor con el autor, pese a que la cultura de la cancelación y la censura le acechen como una sombra.
No solo recuerdo sacar libros de la sección infantil y juvenil, también recuerdo hacer allí algún trabajo escolar de primaria. Durante la adolescencia iba en los recreos. Más adelante empecé a estudiar allí: estar rodeada del saber de todos los tiempos me motivaba a para esforzarme más, pero también me gustaba estar allí con mis amigos y comer chuches mientras trabajábamos. Además he usado la sección de prestamos de adultos, dónde he conocido autores que ahora viven en mis estanterías y, una vez, antes del boom de publicaciones con este texto, me consiguieron el 'Romance de los comuneros' de Luis López Álvarez, traído de la biblioteca de Palencia. Solo podía consultarlo en las propias instalaciones, así que, armada con innumerables folios y bolis, me copié el romance entero.
Con el tiempo (y el dinero) me hice más usuaria de las librerías que de las bibliotecas, pero no por ello he dejado de ir. Me encanta vivir en una sociedad donde la cultura tiene su espacio, su presupuesto, su valor y es sufragada públicamente para beneficio de todos. Es aún más increíble porque en la actualidad su interés parece residual y es desdeñado muchas veces. Sus partidas presupuestarias suelen ser, con sanidad y educación, las primeras que se reducen. Además, la mayor parte de las veces, muchas actividades y edificios culturales se valoran no por lo que nos aporta a los ciudadanos y a la sociedad en su conjunto, sino por el turismo que puede atraer. Fijense, por ejemplo, en que siempre que se habla en esta ciudad del Museo del Prado, se menciona el turismo, no la cultura, como sí el beneficio para los visitantes fuese más importante que las posibilidades que nos habría dado a los abulenses. Una banalización más del sector cultural cuyo objetivo final no es otro que el de limitar el acceso al conocimiento para evitar el sentido crítico de los ciudadanos.
Por eso me gustan tanto las bibliotecas: algunas podrán convertirse en lugares turísticos si el edificio acompaña, pero la mayoría siguen existiendo para los habitantes de las ciudades y las personas que necesitan el saber, la alegría o el consuelo que solo puede encontrarse entre las páginas de un libro o revista, en los fotogramas de una película o en los sonidos de una grabación. Y por eso, mientras sigan a nuestra disposición, la luz de la cultura brillará para iluminarnos con sus beneficios, que van más allá de lo personal y pueden cambiar no solo vidas, también sociedades.