Quedaron atrás esos ilusionantes años en los que Avila parecía resistir, incluso crecer, con una Avenida Juan Carlos I que mostraba, para sorpresa de los vecinos de provincias limítrofes como Segovia, un aspecto de modernidad y expansión con diversos centros comerciales y una macrodiscoteca, Aixa Galiana, que en nada tenía que envidiar a Amnesia en Ibiza o Kapital en Madrid. O su entidad financiera, Caja de Avila, con sedes tan icónicas como La Calera, sus dos potentes industrias, Nissan y Lear, un tejido productivo en el que convivían conocidas franquicias con el comercio tradicional y el eterno rumor, o amenaza para algunos iluminados prohombres de la capital, de la apertura de un Zara en el antiguo Hotel Continental.
Como soy de esas personas autocríticas, me gusta analizar y, sobre todo, no echar balones fuera culpando a otros de las cosas que suceden, y necesito pensar, como comentó un prestigioso columnista en esta cabecera, ¿qué he hecho yo para evitar el desierto político, social, económico y cultural en que se está convirtiendo nuestra ciudad?
Con el magnífico libro del embajador José Ramón García Hernández, "Reflexiones desde fuera de la muralla", encima de mi mesa, meditando, en esta ocasión, desde una de esas históricas calles intramuros, la Calle Caballeros, me han venido a la mente unas palabras que me dijo, visiblemente indignado, un profesor de matemáticas, el padre Cristóbal, cuando tomaron la decisión de llevarse los estudios de medicina de Avila: "David, os quitan todo y no hacéis nada para evitarlo. Ya os arrepentiréis y será demasiado tarde". Hoy, con el implacable enjuiciamiento de la perspectiva del tiempo, y con mi conciencia actuando como fiscal, le doy la razón, vaya si se la doy, y me arrepiento de no haber actuado, en la medida de mis posibilidades, movilizando al alumnado, protestando, saliendo a la calle, llamando a la huelga… si lo hubiese hecho, con esto y otras muchas cosas, igual el presente sería distinto, o al menos no tendría esta desagradable sensación de no haberme implicado lo suficiente.
Del mismo modo, lo que antes me provocaba una febril indignación, como contemplar a una clase política que utiliza nuestra tierra para satisfacer sus deseos, intereses y necesidades estrictamente personales, situando al ciudadano en un papel secundario, hoy me da una profunda lástima, ya que no somos capaces de castigar en las urnas, o no como se debiera, a esos perfiles camaleónicos, hoy Sanchistas o Feijooistas, mañana, si les conviniera, terraplanistas, que utilizan los partidos políticos como agencias de colocación, alejando al molesto y amenazante talento y dotando a nuestras instituciones representativas de una dócil y dañina mediocridad. Recordad, la parálisis social, el seguidismo, el desapego político... nos conduce a una inquietante sentencia que, posiblemente, tenía Cristóbal, ya fallecido, en su mente: "si lo permitimos, nos lo merecemos".