Hoy me puede tocar la lotería. En concreto la Lotería Nacional, cuya imagen esta semana es la Muralla de Ávila con este mismo periódico sobre ella, en conmemoración por su 125 aniversario. Seguramente, aún estén a tiempo de ir a comprar un décimo y compartir conmigo la esperanza de que les toque. Esta esperanza también la tengo, o la tenía, los viernes por la noche con el sorteo del Euromillón, aunque yo siempre lo he llamado el juego de La Lechera, como en el cuento infantil en que una joven va haciendo planes para el dinero que ganará cuando venda la leche. Cada noche me acostaba pensando en lo que haría si me tocara el bote. Para empezar, no lo diría, aunque habría señales. Acabaría con préstamos e hipotecas propios y allegados. También habría casas en diferentes lugares y muchos viajes. Durante un tiempo, además, soñaba con coches, pero eso hace algún tiempo que dejo de depender de la lotería. Me dormía pensando en todas esas cosas que el dinero me podría dar y amanecía tan contenta. Después de desayunar y leer un rato bajaba donde Luis (Trujillano, en San Antonio. Hace poco le dedicaron un merecidísimo artículo en este periódico) a comprar el Diario y a ver si me había tocado. Les adelanto el final, nunca me tocan más de unos eurillos sueltos.
El caso es que ya no sueño con que me toque la lotería, aunque la siga echando, ni voy con ilusión a comprobar si ha habido ganancias. Porque resulta que, en estos momentos, mi vida no cambiaría, aunque fuera millonaria. No podría hacer los viajes que planeaba, ni irme a ver casas en distintos sitios ni dedicarme a decorarlas. Todas esas ideas de las cosas que quería hacer yo pensaba que dependían solo del dinero, y sí, lo hacen, pero también y sin darme cuenta, de tener la salud suficiente para llevarlos a cabo. Aquellas noches en las que me iba a la cama haciendo planes, no era consciente de que muchos de ellos podían llevarlos a cabo con paciencia, pues lo más importante para ello estaba en mí. Estar bien es la lotería que nos toca sin saberlo y sin estimarla, sin apreciar que se nos da. Cuando se está enfermo, no se está bien, que es algo que parece que a veces se olvida. Los días no cambian, ni lo hacen las estaciones. Las jornadas se miden por cómo me he encontrado y qué he podido hacer. El futuro queda en suspenso y es difícil pensar más allá del momento. Y entonces descubres que el día a día, la cotidianidad es un premio incomprensible, que no sabemos valorar.
Ahora me acuesto pensando en recuperar la rutina, en el día en que vuelva a soñar con cosas extraordinarias, con el momento en que este harta del día a día, con poder volver a hacer planes el viernes por la noche antes de saber si me ha tocado o no la lotería. Aunque a esas alturas sepa ya que el premio gordo es vivir la cotidianidad y lo valore de una manera distinta. O eso digo ahora, porque seguramente en el futuro vuelva a acabar jugando a La Lechera. Porque es difícil perder las costumbres.