Carolina Ares

Escrito a tiza

Carolina Ares


Días sin libro

20/04/2024

No se pueden imaginar cómo celebré el 23 de abril el año pasado. Como si tuviera que recuperar tiempo perdido (que lo tenía), extendí las celebraciones durante prácticamente una semana en la que disfruté de los amigos, la primavera, la literatura y Castilla todo lo que pude. Tampoco podrán imaginar el vacío que siento este año al pensar que se acerca esa fecha y no poder apenas leer. La literatura siempre ha sido una forma de vida para mí y ahora que se ha vuelto esquiva, no acabo de saber ni cómo disfrutarla ni cómo celebrarla. Antes podía pasar, y pasaba, las tardes libres enteras leyendo, absorbida por la narración. Ahora el día que llega la noche y he leído un par de páginas es un buen día. Quiero leer libros que no puedo: los veo, los toco y se me hace un nudo al pensar que no es el momento, que exceden mi capacidad. Como si el desierto hubiera barrido mis estanterías, condicionando la travesía con algún pequeño oasis ocasional que evita que desfallezca. Añoro enfrascarme en una historia, meterme en ella tanto que me cueste salir y que, cuando lo haga, algo haya cambiado. Sueño con tardes desaparecida entre las páginas de un libro. Anhelo poder leer lo que anhele en cada momento. Fantaseo con volver a tatuar mi vida con letra impresa. Y, sin embargo, siento que la literatura sigue ahí para mí, que no se ha ido a ninguna parte y que me ampara de una manera nueva, más abierta y distendida. 
No sé explicarlo, ahí está. Aunque me cuesta acceder a sus mundos, afortunadamente, aún puedo olerlos. Sumergir la nariz entre las páginas de cualquier volumen y aspirar su esencia a tinta quijotesca, cargada de aventuras soñadas o vividas que algún día volverán a mí. Acariciar una portada, sentir en las yemas de los dedos como cada libro tiene una textura diferente en el exterior y sin embargo por dentro todas son similares. Dejar que el papel me acaricie a mí con el potencial de un relato magistralmente hilado que algún día regresará. Logró admirar cada libro como un objeto único, valioso y diferente al resto, con su propia historia que me espera constante, pese a no saber cuándo acudiré a ella. Veo su identidad singular aun cuando paso tiempo ensimismada mirando los libros en su conjunto, en armoniosa distribución. Los colores de mi estantería son la primavera que observo desde mi atalaya de cojines, formando un paisaje que no puedo penetrar en las tardes eternas, sempiternas e infinitas pero que al menos puedo contemplar como una promesa de futuro, de floración para el alma que llegará para sumergirme entre sus margaritas y sus dientes de león impresos. Puedo escuchar su música, el murmullo de sus voces entre sus hojas, esperando para declamar a voz en grito los relatos que esconden para sorprenderme en un futuro de páginas regaladas y de cuentos concedidos ante el regocijo de la lectora paciente, que ha esperado soñando la vuelta a sus brazos impresos. Pero no se preocupen. No voy a chuparlos. El sentido del gusto aquí queda descartado. O no, que siempre he leído libros exquisitos. Y con mucho sentido. Casi siempre.
 

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