Subiendo desde Piedrahíta hacia la Peña Negra, el paisaje cambia como si un pintor hubiera determinado líneas de división marcadas por tonos verdes, árboles distintos de hojas perennes y caducas que en cada estación se arrebatan o mueren, dependiendo de los fríos, los soles y la nieve.
Desde cuando puedo recordar, solo con mirar la sierra identificaría el mes y la estación. Esos azules de principio de invierno que casi dan miedo de tan fríos y duros, los ocres y amarillos del otoño en la medianía de la montaña, en un trazo preciso, que detallan los robles, desde el cual no circula el oxígeno suficiente para casi ninguna vida claramente presente. Olmos, chopos rectos y majestuosos que aportan claridad y frescura, verdor primaveral digno del norte en el corazón de una tierra dura y aquilatada por pesares desde tiempos ignotos.
Y, por fin, traspasando la fronda, todo se vuelve duro y resistente, jaras y piornos, hierbitas temblorosas a la menor instancia de la brisa, ese olor dulzón y penetrante que llena la montaña de matices, como la miel de flores. A primera hora de la mañana y al atardecer, cuando baja la temperatura, se puede sentir con plena intensidad y envuelve a caminantes como parte esencial de la experiencia de estar a más de mil quinientos metros de altitud.
Es mayo el mes que eligen los piornos para brotar en flores, sobre todo amarillas, en la Peña Negra, y es en mayo cuando desde Piedrahíta se empiezan a notar retazos de una alfombra dorada, que se completa en junio haciendo de la sierra una manta suave compuesta con hojitas de ternura infinita que brotan de una planta durísima y agreste, de esas que soportan tempestades y hielos, y pasan sed la mayor parte de su vida. Qué generosidad es la de los piornos florecidos, agotan todo lo vivido en las cuatro estaciones en apenas días, y nos muestran su mayor regalo evocando a la niñez de antes, de juegos en los campos cubiertos de diente de león, en el sol de las tardes. Sencillez y constancia, ascéticos instantes de belleza amarilla.
En días como hoy, cuando desde Pesquera puedo ver la magnitud de esta grandeza que nos llena, inmersos inevitablemente en la naturaleza, cuando escucho los regatos contentos que bajan después de tantas lluvias, y oigo las crías de los pajarillos que piden la atención de sus progenitores, me doy cuenta de la simpleza real de la vida, del respirar profundo con consciencia, y de lo que realmente es esencia de nosotros, animales amaestrados en circos agresivos y repletos de dolor y de miedos. Formamos parte de esa geografía, de color, de sonidos, de brisas y de vientos, pero nos alejamos de lo cierto para meternos entre piedras y cemento armado, negando lo que somos y pretendiendo ser otros, amordazando los sentidos, partiendo el corazón en mil pedazos en cada madrugada que nos obliga a levantarnos para mantener todo eso que vamos amasando por inercia y que no significará nada cuando lleguemos al final.
¿Cuántos habrán visto pasar las estaciones por la Peña Negra? ¿Cuántos antes de ahora habrán aventado las alas para volar hasta la cima y contemplar desde ese pico la verdad de las cosas? ¿Quiénes habrán intuido la verdad de lo que brota, de lo que pervive, en esta tierra dura y seca de Gredos en mayo? ¿Cuántos habrán sentido los piornos como suyos, como los siento yo en esta tarde fría?