Este verano me he sumergido en el mundo de las lanas, los vellones, las ruecas y los husos. Ha sido como volver a los orígenes, en un viaje a la Edad Media, al sentir entre mis manos ese regalo que las ovejas nos dejan, la lana. Todo empezó cuando mi hijo S. Zoilo, vitivinicultor en la Sierra de Gredos, comenzó a usar los vellones de las ovejas que pastan en nuestros viñedos para tapar las raíces y el tronco de sus viñas, para protegerlas de las inclemencias del tiempo, calores sofocantes y fríos extremos, así como para ayudar a prevenir plagas e infecciones. Cuando vi todos esos vellones bajo las viñas, tuve el deseo de tocarlos, de trabajar con ellos, de conocerlos. Me parece increíble que un producto tan especial que ha sido el emblema y la riqueza de Castilla durante buena parte de su historia ahora no se utilice. En los pocos talleres españoles de mantas y otros objetos como en Grazalema, hechos de lana virgen, se traen los vellones de Australia y de otros países, sin aprovechar lo que nuestros rebaños nos dan.
La producción de la lana en nuestro país fue muy importante hasta los años ochenta cuando la lana sintética que es mucho más económica, se impuso en el mercado. Hoy en día sólo el uno por ciento de la producción mundial de fibras textiles se desarrolla a partir de la lana virgen.
Comencé a darme cuenta de la naturaleza de todos los objetos de lana que tengo, jerséis, bufandas, mantas y que, aunque pensaba que eran de lana, realmente están hechos de plásticos. Con eso me visto y me caliento, y ver esos vellones tan poco valorados me produce una pena enorme.
Me llevé a casa un vellón, y siguiendo videos de mujeres de pueblos perdidos en la montaña que aún usan la lana de sus rebaños, comencé a lavar, escarmenar, cardar, hilar… a hacer todo lo que se necesita para que podamos obtener de los vellones unos ovillos para poder tejer calcetines, chaquetas o bufandas. La experiencia con el vellón fue preciosa, sentí una conexión profunda con una parte antigua de mí que no conocía. Entendí el valor de la lana y lo increible que es trabajar con ella.
Los días pasaban en Mombeltrán este verano, y poco a poco iba entendiendo el proceso hasta conseguir manejar los husos y tener unas rudimentarias madejas con las que comenzar a tejer. Y cual fue mi sorpresa cuando en Cuevas del Valle se realizó un taller para enseñar todo este trabajo que yo estaba haciendo. Un grupo de personas estábamos allí, en la Calle Real, en un pequeño local, creando vínculos entre nosotros, animándonos a seguir en esto. Algunas personas comenzaron a quedar para ir a los ríos a lavar los vellones, a teñir la lana con tintes naturales de plantas y otros elementos que la naturaleza nos regala. Todo un movimiento que nos lleva a valorar la lana y que nos permite tener entre nuestras manos hilos de calidad que aporten a nuestra vida diaria calor, ternura y suavidad. Protegiéndonos de la humedad, en jerséis, mantas y calcetines que durarán en nuestros cajones años.
Ahora quiero conseguir una rueca y poder pasar las tardes de los días de descanso, hilando y consiguiendo ovillos con los que poder hacer mil prendas que se me ocurren. Volver a una actividad que ha sido siempre coto de las mujeres, donde se reunían muchas veces a hablar y a pasar las tardes tan entretenidas. Voy en un momento a la celda de nuestra Santa Teresa, y a su rueca que siempre estaba cerca de ella. Mientras hablaba con sus amigas estaba seguramente con esa sensación placentera que tengo entre mis manos cuando estoy hilando, con ese olor a oveja dulce y agrio que me envuelve en el tiempo, y que me reconforta en medio de un panorama mundial lleno de tragedias naturales, guerras, intransigencia y dolor. Huyendo por momentos del mundanal ruido.