No sé con quién lo comentaba el otro día a las puertas de la intervención de Aznar y González. Supongo que en estos sitios hay que ir a lo que se va, a la cosa política, que es lo que toca, o, como dicen los franceses: á la guerre comme á la guerre. Pero como estos temas siempre derivan a la pobre situación de esta ciudad, llegamos a las piedras del rastro que, como en la infancia de tantos, era el lugar, también, al que llegábamos sí o sí y día tras día. No sé si se ha escrito algo sobre esas piedras, que son el imaginario de nuestra niñez, mucho más de los que vivíamos a dos patadas del paseo del Rastro. Ese paseo estaba vigilado por dos grandísimos peligros que, aunque no pasaban desapercibidos para nadie, ya formaban parte del paisaje cotidiano: las rejas lanceadas al sur y las rocas de granito al norte. Raro es el que no ha tenido algún accidente en uno de estos puntos, sea sólo romperse la ropa o rasparse las rodillas. En tiempos en los que a los niños se les alfombra el suelo de los columpios, estos lugares deben parecer el patio de recreo de los púberes espartanos. Hablamos, decía, de las formas caprichosas que toman estas rocas y que cada generación habrá nombrado según su momento. Para nosotros, una suerte de asiento que se sitúa junto al arco del Rastro era el helicóptero. Pero supongo que, en la época de mis padres sería alguna otra montura con más coherencia cronológica: un carromato o un palco palaciego. Más allá, a la altura, creo, del Palacio Episcopal, se alzaba una suerte de adarve que, por su elevación, era ideal para guerras de castañas en el otoño, cuando no de piedras el resto del año. Pero no voy a ahondar más en estas analogías, porque cada cual tendrá las suyas y ahora andará pensando en sus propias batallas, sean las de las castañas o las del tiempo pasado, que es casi una guerra. La cuestión que derivó de la charla fue la del barro, algo que se nos escapa en una ciudad como la nuestra donde el lodo es anecdótico. Es esta ciudad una colina con un río pobre en la que apenas llueve, decíamos como intentando disculpar no poder imaginar la catástrofe. Somos (fuimos) niños curtidos en los secarrales, que bajaban al puente de madera del Adaja porque allí el agua cubría, ya con algo de calor, un poco más arriba que las rodillas y, a pocos metros, podías jugar al fútbol entre los cardos. Y no entendemos al barro ni la capacidad de dañar de las corrientes de agua que bajan cada cierto tiempo hasta la costa, igual que viejos dioses a buscar sus venganzas atávicas. Parecemos vigilar desde esta atalaya que es la meseta y hacemos lo que podemos: comprar agua, dar algo de dinero o, los aventurados más jóvenes, ir a limpiar lodo. Pensamos, también, qué diferentes atalayas las nuestras y las de nuestros políticos, oteando el desastre desde arriba. Sólo que la nuestra es un tanto metafórica o alegórica. Por eso nos causa tristeza. Desde la altura del poder, todo parece un juego, como el de las castañas, en el que tiene todas las de perder el que no está arriba.