Hace unos meses, un fisioterapeuta de aquí de Ávila me escribió para pedirme consejo. Quería digitalizarse y tenía una idea: desarrollar una app con inteligencia artificial que analizara cómo caminas y recomendara estiramientos personalizados.
Era una idea ambiciosa, incluso revolucionaria en apariencia. Pero cuando empezamos a analizarla en profundidad, los problemas empezaron a aparecer uno tras otro.
Primero, el mercado. Su idea estaba enfocada en cualquier persona con dolores de espalda, pero no había considerado algo clave: el valor percibido de su solución. Al tratarse de un problema de salud, los usuarios difícilmente confiarían en una app barata para resolverlo. Cuando alguien tiene un dolor serio, lo lógico es acudir a un fisioterapeuta de verdad, no a una aplicación que promete solucionar su problema por unos pocos euros al mes.
Luego estaba el coste del desarrollo. Él pensaba que podía encontrar programadores "baratos", pero no tenía una estimación realista de cuánto costaría construir y mantener su app. Solo para arrancar, entre desarrollo, testeo y mantenimiento, la inversión mínima rondaría los 50.000 euros. Y eso sin contar mejoras futuras ni actualizaciones obligatorias.
Después vino el modelo de negocio. Había estado mirando apps de fitness y rehabilitación y se había fijado en que la mayoría cobraban entre 5 y 7 euros al mes por usuario. Le parecía un precio razonable, pero no había hecho los cálculos sobre cuántos clientes necesitaría para que su idea fuera viable.
Si cobraba 5 euros al mes por usuario, para recuperar la inversión en un año necesitaría 5000 cuotas mensuales. Y eso suponiendo que cada usuario pagase religiosamente cada mes sin abandonar la suscripción, lo que en el mundo de las aplicaciones es prácticamente imposible.
Además, no había tenido en cuenta los costes recurrentes. Servidores, soporte, actualizaciones… Solo mantener la app podría costarle más de 2.000 euros al mes. A estas alturas, parecía que no había solución. Habíamos desmontado su idea pieza por pieza y, con ella, sus expectativas, o eso parecía.
Porque aquí es donde muchas conversaciones sobre digitalización se quedan a medias. El problema no era que su idea fuera mala, sino que no encajaba con su negocio.
Es más, la idea en sí tenía sentido en otro contexto. Una aseguradora privada o una cadena de clínicas podrían desarrollar algo así para ofrecerlo a sus clientes como valor añadido, o incluso integrarlo en un sistema más amplio de salud digital. Pero para un fisioterapeuta independiente, sin acceso a una gran base de clientes ni capacidad de inversión, era simplemente inviable.
Lo que sí tenía sentido era usar la digitalización para mejorar su negocio actual, no para reinventarlo desde cero.
Ahí fue donde encontramos una solución más sencilla y rentable: clases de pilates y ejercicios de rehabilitación personalizados on line para sus propios pacientes.
No requería una inversión inasumible, aprovechaba su conocimiento y le permitía ofrecer un servicio adicional sin dejar su trabajo. Además, lo mejor de todo es que muchos clientes que prueban los vídeos luego acuden a él para sesiones presenciales. El negocio había crecido sin necesidad de apostar todo a una idea imposible.
A veces, la mejor innovación no es la más disruptiva, sino la que realmente funciona.