Por ponernos en situación: estamos en agosto, una tarde cualquiera. Hemos quedado en salir en el barco de una amiga para fondear en cualquier lugar, darnos un baño y tomar una cerveza al sol con unas aceitunas o unas patatas fritas o ambas cosas. El agua en la playa mediterránea, este año, es cálida, tropical. Puedes estar durante horas de pie, en un agradable remojo, hasta el punto de que, dentro del agua, se forman corros de tertulia que salpican un paisaje de cuerpos esculturales y amorfos en partes iguales. Todo ello invita a buscar aguas más frescas donde calmar el intenso bochorno que deja el viento que allí llaman lebeche y que sopla africano y turbio. En la espera, subimos a un chiringuito cercano a hacer tiempo a la sombra y charlar de esos planes de principio de verano que nunca se rematan. Como el lugar de vacaciones lo es desde hace tantos años, hay conocidos por doquier. Sólo nos vemos en verano, de año en año, como pájaros que coinciden tras sus migraciones en las copas de los árboles y montan su coloquio rutinario hecho de escándalo y noticiario. De cuando en cuando, uno de esos conocidos llega con un amigo o un familiar que trata de integrarse en el mundillo y pregunta a un lado y otro por la dedicación de cada cual, por el restaurante mejor o por dónde se come el mejor arroz de la zona. Llegan, por lo general, del norte, como todos, hasta esos andurriales, a secarse los huesos unas semanas y hacer vida moderadamente nocturna y discretamente elegante. Es en estas cuando cada cual se relaja y charla de más, movido por ese ambiente de amistad que trae el bienestar, el cambio de aires y la lejanía de lo patrio. El corrillo es agradable. En la mesa han extendido algunas cocacolas y unas patatas chip con aceitunas y pimienta para abrir más la sed y el consumo. Hay también algún Aperol spritz y agua con gas, todo muy de moda desde hace ya algún tiempo en las terrazas mediterráneas. Tras las presentaciones de rigor, va cada cual hablando de lo suyo; de su casa, su trabajo, sus hijos y sus enfermedades, que, a estas edades comienza a ser tema recurrente. No sé a cuento de qué un fulano de Bilbao, familiar o amigo de alguno de los habituales, nos pregunta de dónde somos. Le respondo que de Ávila, la ciudad de los caballeros y los leales (esto ultimo no lo dije, es únicamente un ejercicio retórico) a lo cual responde el vasco con una mueca de tristeza y lástima. No sé muy bien por qué, pero esto me ha ocurrido no pocas veces, como si aún perviviera en los ciudadanos de la gran ciudad una condescendencia hacia lo que consideran un irredento país de segunda. Creí que acabaría ahí la cosa cuando, ay, llegó la segunda parte de la crítica: "Pero por lo menos habrá un poco de todo, ¿no?". Prometo que no es literatura propia el hecho de que en que en ese momento se levantara el viento ábrego con más fuerza, seco y turbio como en una película de Clint Eastwood, momificando el entorno del chiringuito cuando le espeté que sí, que ya teníamos las calles asfaltadas y que el agua corriente llegaba a casi todas las casas y que, aunque no todos los días, una cuadrilla puesta por el Gobierno Civil, pasaba limpiando los detritus de las vacas y las cabras. Nos reímos todos, levantamos el campamento y nos fuimos al barco. El buen hombre prometió en varias ocasiones visitarnos aquí. Aún no ha venido, pero no hay que perder la esperanza.