No puedo con «En busca del tiempo perdido», estimados tres lectores. Me parece una castaña, y en siete tomos. Pero supongo que es elegante citarlo a la hora de hablar de la memoria y el retorno inconsciente a la niñez. La magdalena –tan famosa como la manzana de Newton– que permite a Proust trasladarse a su infancia son en mi caso las castañas del jardín de San Roque. Cada vez que estos días pateo una al pasar por él retrocede mi mente casi cincuenta años, cuando llegué a mi nueva casa con ocho recién cumplidos desde la Avenida de José Antonio –lo siento, nunca viví en el Paseo de la Estación, o al menos así lo recuerda mi memoria histórica–. Un jardín entonces flanqueado por un paseo de tierra, todavía no enjaulado, con su damero de calles bordadas en boj. Y con los castaños de indias dando sombra a eternos partidos de fútbol, escondites, canicas, chapas o juegos del stop, regando el suelo de punzantes vainas con límpidas castañas al acortarse las tardes y entrar el frío. Otros tiempos, en los que el veranillo de San Miguel era apenas un par de días a veinte grados y no una tórrida quincena bordeando los treinta, pero en los que al igual que hoy pintaba el Oriente Próximo de castaño oscuro.
La memoria es curiosa. Ya no recuerdo si la fuente central del jardín –mis ojos infantiles la imaginaban estanque– llegó a funcionar o fue siempre un seco arenero. Supongo que tengo amnesia, palabra que comparte raíz con la amnistía que tanto nos ocupa, esa que en su intención y espíritu se parece como un huevo a una castaña a lo que debiera de ser una condonación y olvido honesto y verdadero. Los caminos por los que nos llevan nuestros próceres son sinuosos, llenos de quiebros, alternancias, inexplicables giros para esquivar obstáculos en vez de enfrentarlos, con un trazado ora de un color, ora de otro, invadiendo terrenos que antes eran propios y escudados siempre bajo decisiones europeas. No, no hablo del carril bici, que parece diseñado por alguien que llevaba una buena castaña.
Volviendo a mi «déjà vu» proustiano, no solo de castañas vive mi memoria otoñal. No he podido evitarlo, yo también he peregrinado al pie de la Cuesta Antigua – he subido las escaleras con mi bici de la mano, eso sí– a conocer la novedad que redimirá a Ávila y la hará salir del atávico atraso en que se hallaba. Y me vi otra vez niño feliz, con mis padres, en unos grandes almacenes madrileños, intentando no darme un castañazo al subir o bajar por esos mágicos escalones que parecían brotar del suelo y perderse de nuevo en él.
Lo que recordamos nos define. Y somos selectivos: borramos lo malo y guardamos lo que creemos bueno. Seguro que tanto yo como mis excelentes compañeros de columnas en estas páginas caeremos más de una vez en el bloqueo pesimista ante una ciudad en su inevitable declive, pero luego nos sacarán las castañas del fuego del desánimo unas fiestas patronales, una inauguración aquí, otro evento allá, un IBI actualizado u otra calle –a ver si encuentran ya el tesoro– destripada «sine die».
En fin, queridos tres lectores. Gracias a la generosidad de Diario me tendrán con ustedes una temporada más; espero que mi semanal desvarío los entretenga y no les dé mucho la castaña.