A quién se le ocurre, Pablo, a quién se le ocurre. La semana pasada tuvo lugar la gala de premios de los 125 años de Diario —lo sé, estimados tres lectores, dos semanas con galas en mi columna; espero su amnistía para mi nula originalidad— y Pablo, su atento director, se acordó de invitar a la misma a los «colaboradores» —nos gusta más «columnistas»— y sentarnos en filas consecutivas de la sala sinfónica del Lienzo Norte. La 11 y 12 de los pares, para ser exactos.
Fue una gran ocasión para saludar a los conocidos y poner cara —o más bien cuerpo mortal, la imagen nos suena del encabezado de cada columna— a los que no. Apretones de manos y abrazos con unos, celosas miradas con otros, loas y alabanzas mutuas por esta columna o aquella reflexión, coincidencia en lo difícil que es encontrar temas o la presión al acercarse la fecha de entrega… Ya saben, gremialismos que surgen cuando juntas ovejas en un mismo redil.
Inevitablemente, alguien —no lo recuerdo, quizás yo mismo— sacó el tema: «Oye, y a ti, ¿cuánto te pagan?». Risitas ante la irónica pregunta, miradas al techo y cómplices respuestas de «tú ya sabes». El asunto siguió tras la gala, durante el mal llamado vino español —quizás en uno francés hubiese menos delicatessen y más manduca, que eran las diez y media de la noche y los platos de jamón eran rara avis—. «Es que ni un mísero aguinaldo», decía uno. «Que indexen la nada con el IPC», sugería el sindicalista. «Vale, no pagan, pero que incrementen cada año el número de caracteres de la columna, llevo diez atrapado en los cuatro mil», se le ocurrió a uno más veterano.
La cosa iba calentándose, se hablaba incluso de una huelga de plumas caídas —otra vez el sindicalista— cuando uno —es posible que fuera yo— remedó a John Cleese en «La vida de Brian» preguntando: «Vamos a ver, ¿qué es lo que ha hecho Diario por nosotros?». Se hizo un incómodo silencio, mientras pegábamos un buen sorbo al vino, hasta que se oyó: «Bueno, nos ha dado un espacio para expresarnos y lucirnos». «Sí, vale, un espacio, pero ¿qué más ha hecho?». «Nos deja escribir lo que queramos, sin interferencias», dijo alguien. «Bien, pero…» se defendió el agitador. «Jamás he tenido un solo comentario en contra de mi columna, solo alabanzas, sé que a veces no gustaba a la dirección», afirmó una colaboradora —perdón, columnista— tras lo que otro añadió: «Siempre nos han dicho que si tenemos problemas con la entrega no nos preocupásemos». El ambiente era de duda, el cabecilla de la rebelión no sabía cómo reaccionar: «Sí, espacio, visibilidad, tolerancia, aprecio, pero… ¿qué ha hecho, al fin y al cabo? ¿Qué nos ha aportado?». Surgió entonces una voz, desde el fondo: «Nos ha brindado la oportunidad de ser parte de los 125 años de historia narrada de nuestra ciudad y provincia».
Las copas se vaciaron —rápidamente llamamos a un camarero para que pasase con otra bandeja—, alguien se ofreció a buscar un plato de jamón y el tema decayó. Porque los columnistas somos seres peculiares, raritos, diferentes. Tenemos un superpoder especial —además del de rellenar con tonterías la sección de opinión— y es reconocer la verdad allá donde la encontramos. Y, aun así, ¿juntarnos? ¡A quién se le ocurre, Pablo!