Cuando Concha Velasco era Conchita, el cine español era también otro cine, no necesariamente en diminutivo ni tampoco en gris. Eso que se llamaban las españoladas eran comedias tan divertidas como las de hoy, pero con otro espíritu. El juego de los paletos que llegaban a Madrid era también el de la estirpe social de los emigrados triunfantes, el de las muchachas de servicio y el de los abuelos pueblerinos. Sin olvidarnos de los curas de pueblo, de las jóvenes alegres y de los grupos yeyé que vivían al albur del pop y el rock que amenazaba con romper la última década de los cuarenta años de paz. A cada papel le venía al pelo un actor o actriz. Gracita Morales o Josele Román eran la chachas divertidas; Paco Martínez Soria, el avezado pueblerino con la inteligencia natural del que se ha curtido en la calle; Mónica Randall, la señora estupenda de un señor bien. Y así un etcétera larguísimo de buenísimos actores que, salvo excepciones como fueron Fernando Fernán Gómez o Pepe Sacristán, quedaron en el injusto olvido de las tardes de sábado y de Cine de Barrio. Conchita Velasco comenzó siendo la muchacha guapa de provincias, espabilada y alegre en Las chicas de la Cruz Roja o en El día de los enamorados. Pero, posiblemente, sea la excepción más clara de toda esa generación de actores y actrices que podían haber tenido un futuro más sólido si la industria cinematográfica patria hubiera sido otra. Aquellas comedias de los años sesenta no son en absoluto obras menores. Con cierto regusto por la comedia norteamericana que se copiaba en los guiones sencillos, en las músicas de Augusto Algueró y en esos planos largos que enmarcaban la incipiente gran ciudad en la que se estaba conviertiendo, de nuevo, Madrid, estas películas reflejan también el incipiente cambio de sociedad de los últimos años del régimen de Franco y la idea de una nueva cinematografía, hecha para las nuevas generaciones que apuntaban maneras en los guiones de Pedro Masó o de Tomás Borrás o, incluso, de los mismos Ozores. A uno le gustan estas películas, como la comedia en general. El cine español cabalga siempre entre lo simple y lo pretencioso; entre lo simpático y lo grandilocuente. Cuando surgen excepciones que se sitúan entre lo intelectual y la comedia, suelen ser genialidades como las de Azcona o las de José Luis Cuerda. Y en ese centro se situó Concha Velasco, una actriz capaz de asumir la interpretación de Santa Teresa o de Purita, de la Colmena; la asesina de la Decente o la abogada de Juicio de faldas. En ese cine que se ha movido siempre entre la comedia y el drama se ha dado lo mejor del guión, la dirección y la interpretación española. Un poco lo que ha venido a ser nuestra propia historia cultural, hecha a partir de la parodia de nuestra propia seriedad. Lo hicieron Cervantes o Fernando de Rojas, por poner algunos ejemplos. Por ello Conchita y Concha fueron parte de la mejor representación de nuestra Transición, política y cultural. Esa Transición que hoy se diluye bajo el paraguas de una cultura que parece enseñorearse de nuestra cinematografía actual. Con Concha Velasco se apagan muchas cosas, además de aquella muchacha guapísima y divertida de la comedia sesentera, yeyé y popular. Son esos símbolos de una España que muere y que bosteza, todo a un tiempo, frente a otra que, por mucho que los busca, no acierta a encontrar sus propios símbolos cinematográficos, que no encuentra hoy su Conchita Velasco.