De los tres fantasmas que ideó Dickens en su célebre cuento, el más interesante es, sin duda, el que representa al pasado. Es la parte del texto donde soy más feliz porque refleja el mundo del cual venimos, nuestra infancia. La Navidad actual existe porque hubo otras pasadas y es buen momento para destejer lentamente la manta de los recuerdos y la nostalgia. De todo hace ya muchos años y hasta esa cancioncilla gazmoña que te repiten estos días sin cesar en emisoras y comercios, Last Christmas, ha cumplido este mes cuarenta años. Cuarenta. ¿Cómo era usted hace cuarenta años? Y si esa balada pop del travieso George Michael ha sobrevivido es porque se fija en los cambios que nos depara el paso de unas navidades a las siguientes. Siempre hay algo mucho más interesante en las navidades anteriores. Como decía Borges de la lluvia, la Navidad es algo que ocurre siempre en el pasado, la constatación de una pérdida. Si tuviera que salvar un villancico dejaría aquel anónimo, casi un romance, que afirmaba sin rubor que "la nochebuena se viene, la nochebuena se va y nosotros nos iremos y nos volveremos más".
A pesar de la nostalgia, bienvenidas sean las luces led por más que sonriamos al recordar las iluminaciones de nuestra infancia. Había en el centro de Ávila cuatro guirnaldas, las mismas cada año, que no eran más que una sucesión de bombillas coloreadas a mano y que se iban fundiendo según pasaban los días. Tecnología pobre, de la transición, pero altamente simbólica. Cuando ya no quedaba ni una bombilla encendida era señal de que los buenos tiempos se acababan y tocaba retomar los libros y cuadernos en el frío enero. Nadie olvida tampoco las barbas hirsutas y picajosas de unos reyes magos que impostaban en el discurso de la cabalgata una voz de viejo achacoso y rebosante de flemas. Tampoco disgustaba ni escandalizaba que el rey negro saliera hasta arriba de betún y que unos monarcas tan solemnes llegaran en unos tractores humeantes. Me gustaban aquellos años en los que se abría el buzón y caían al suelo decenas de cartas y tarjetas. En esto sí soy nostálgico y me da pena la pérdida. Sigo enviando cada año, única y distinta, mi felicitación por correo postal y hay quien agradece el gesto y quien lo detesta como un archiperre egocéntrico y pretérito. Pero seguiré insistiendo. Si diez personas o cinco me agradecen el gesto manual y artesano de enviar unas tarjetas, todo ha valido la pena. Como la familia que se junta y cuenta las pérdidas y el sabroso elixir de los tiempos pasados.