Abro con Efialtes de Tesala, por ser el más antiguo, guiando a los persas de Jerjes por nocturnos senderos para terminar por fin con la obstinada resistencia de sus compatriotas espartanos en Termópilas. También Audax, Ditalco y Minuro, decepcionados al ver a Roma declarar suspensión de pagos ante el cadáver aún caliente de Viriato. Por supuesto, Marco Junio Bruto —que como todo el mundo sabe, y si no ya se encargó Shakesperare de recordarlo, era un hombre honorable— en el Senado, limpiando la daga en su toga. Dalila, la primera peluquera de la historia por encargo de los filisteos, contemplando el sereno dormir de Sansón. Y, cómo no, el que le ha puesto nombre al asunto, Judas el Iscariote, que invirtió sus treinta monedas de plata en bitcoins y, arruinado, decidió colgarse de un olivo.
Por los locales, el conde don Julián, que no sabía la que estaba montando mientras veía pateras cruzando el Estrecho allá por el siglo VIII. O Bellido Dolfos, hijo de Dolfos Bellido, ejecutor y hacedor de reyes que consiguió de paso que el Cid se fuera al destierro con doce de los suyos, que decía Machado, el otro. Y la Malinche, vendiendo a todo un imperio por ese señor de Medellín tan apuesto que quizás le garantizase una tarjeta de extranjería en la UE. Añado a Antonio Pérez, secretario en la corte de Felipe II; pudiendo haberse dedicado como Iván Redondo a escribir en la Vanguardia acabó penando en Turégano.
Arquetípico Claudio, tío del pensativo Hamlet: asesinando al padre, casándose con la madre y todo para que Disney lo retratase como un desmadejado león de negra melena. Desconocido quizás Benedict Arnold, que en la guerra de la independencia estadounidense decidió rendir West Point a las fuerzas británicas. ¿No sabía que era verdadera devoción por West Point lo que tenían en ese pueblo? O Napoleón —la semana que viene se estrena peli, a ver qué tal— firmando el tratado de Fontainebleau para luego pasárselo por el forro de sus pantalones de montar Josefinas. Y con él, nuestro felón favorito, Fernando VII, personaje que sí que merecería una película, aunque a ver quién es el guapo que la interpreta. Completando la terna, Talleyrand, saltando del bando imperial al de la restauración borbónica sin despeinar su empolvada peluca.
Quizás no les suene tanto, estimados tres lectores, pero sumo a Robert Ford, que le metió un limpio tiro en la cabeza —por la espalda— a su compañero de fechorías Jesse James. Y ya en el siglo pasado, el mariscal Pétain, héroe en una guerra y colaboracionista en otra. Los cinco de Cambridge, que hicieron rico a le Carré. Los Rosenberg, feliz matrimonio aficionado a los secretos atómicos hasta que un día sintieron el cosquilleo de la corriente eléctrica en sus cuerpos. Y Fredo, el Corleone más humano y quizás enternecedor, lanzando su caña al lago Tahoe en la segunda película de la trilogía. Siguiendo con la ficción, Saruman, ese mago blanco amigo de Gandalf que transita de un poder a otro en su torre de Isengard. Pero si hablamos un blanco transitado desde otros colores, desde luego que mi condición blaugrana me obliga a cerrar la lista con Luis Figo y la famosa cabeza de cerdo.
Y desde ayer, entre todos ellos, el primero de ellos, Él.