Decía Immanuel Kant que la Ilustración puede definirse como el momento en que el hombre decidió abandonar la mente infantil de la que solo él mismo era culpable. Sirva este concepto para definir una época en la que la razón se imponía a la barbarie del absolutismo y en la que la búsqueda de la felicidad se apoyaba en los ideales de la libertad, el progreso, la tolerancia y el humanismo. Solo el conocimiento, la reflexión y el estudio podían servir para acabar contra la ignorancia, a la que en muchas ocasiones iba unida la tiranía, como prueba aquello de "¡Vivan las cadenas!". Esta fe en el progreso, que iluminaba la oscuridad anterior, se resumió en lo que muchos definieron como "Siglo de las Luces", que vio nacer a importantes pensadores y científicos. Fue el siglo en que vieron la luz las academias de la Lengua, la Historia y la Medicina, en el que se inauguraron los primeros museos públicos y en el que se desarrollaron las primeras democracias modernas.
Tres siglos después, la sombra de aquella iluminación se desvanece. El entendimiento ha dado paso al enfrentamiento, también en los lugares pequeños, donde debería ser más fácil poner en práctica los dictados de la lógica y de la confianza. Pero también se olvida que la tierra de cultivo del progreso debe ser regada con la sensibilidad que solo nos aporta el placer de la experiencia nueva. Se sustituyen los adoquines sin pararse a pensar, ni siquiera por un momento, quién los colocó antes ahí. Ni siquiera se preguntan quiénes son aquellos que dan nombre a nuestras calles, por mucho que haya que igualar las aceras. Tampoco cuando surge la oportunidad de celebrar a aquellos que hicieron de Ávila algo más que una muralla se detienen a pensar si merece la pena parar, aunque solo sea por un momento, de golpear con el mazo sobre la piedra. De hecho, cubren la ciudad con contenedores y maquinaria, aunque tapen lo que nos distingue, ya sea un palacio o una catedral.
Las luces de Kant y Diderot, de Voltaire y Rousseau, de Goya y Jovellanos, de Cadalso y Moratín; se sustituyen ahora por pequeñas bombillas que cuelgan de las fachadas. Luces que únicamente sirven para iluminar el empedrado por Navidad, aunque no haya quien pase debajo. No importa si el pesebre se enmarca con contenedores o si el mercadillo solo ofrece churros y longaniza. Ni tan siquiera si no transcurre un alma. Parece que la gente no olvida aquel primer año en que casi no hubo árboles ni estrellas. Pero, de ser cierto, no se debería olvidar todo lo demás. Que, por ejemplo, la cultura siga siendo algo residual y que miles de bombillas ocupen un lugar más prioritario. Ellos sabrán. Por el momento, porque no hay otro remedio, disfrutemos de este silo de las luces. Feliz Navidad.