Acabo de sufrir una inocentada a manos del implacable sentido del humor de mi hijo Javier. Ha estado esperando agazapado a que el móvil estuviera sin vigilancia y me han cambiado el contacto de mi hija Gadea por el de Donald Trump. Tras la consiguiente preparación previa para la travesura del estilo: "Papá está cerca tu móvil" ha empezado a sonar el móvil apareciendo el nombre del uno de los personajes del año.
Obviamente al coincidir en el tiempo con tanta llamada indeseable de los operadores telefónicos para que no me cambie de compañía después de tratarme a patadas en la previa, no estaba para más llamadas anónimas. Tras dos intentos desesperados, han venido a recriminarme que parece que estoy bajo de ilusión. Y bueno, le he devuelto la llamada a mi interlocutor presidencial y en un inglés impostado me han dicho " Hello, Yoseggga, Merry Christmas from POTUS", y así la carcajada se ha visto coronada con un monigote como Dios manda.
El otro día en la oración familiar cada uno poníamos nuestras peticiones delante de nuestro pequeño altar. Javier pedía que hubiera más espíritu Navideño en el mundo. Es increíble que a un pequeño la ilusión que desbordamos en casa le parezca poco, pero lo más increíble me lo devuelve de nuevo el impertinente espejo. El amor, la alegría, la ilusión nunca pueden tener límite. Si no son sentimientos enlatados, encorsetados en unas felices fiestas o en unos prefabricados mensajes de whataspp.
Por eso cuando a todo el mundo se le llena hablando la boca de la necesaria y exigible ejemplaridad en los personajes públicos, me pregunto cuál es la ejemplaridad que practicamos en casa con los más cercanos.
Y no siempre con el aburrido tono de sana doctrina ni de moralina, si no también cuando hablamos bien de alguien, cuando recibimos con genuina alegría un detalle o un regalo, cuando cantamos desafinando fuera de la ducha el más escuchado de los villancicos, o los besos y abrazos que repartiremos en Nochevieja.
¡Porque vaya año vamos a dejar atrás! Nos hemos insensibilizado ante la tragedia de Tierra Santa, nos hemos insensibilizado ante la Guerra en Ucrania, nos hemos insensibilizado por tanto misil y broncaza dialéctica diaria. Y eso sin citar la DANA, que aquí en Valencia donde estoy estos días, cobra una dimensión de acontecimiento y no simplemente de hecho. Así lo han entendido todos los españoles que se han venido a ayudar desde todas partes de España, mientras que otros siguen repitiendo sus mensajes que ya ni se escuchan. Me encantaría contar todo lo que me han compartido familiares, amigos, y sobre todos aquellos que han perdido a sus seres queridos junto a los que han trabajado sin descanso con un estrés que les está dejando huella y que forman parte de ese esfuerzo anónimo por ayudar en toda la dimensión de la palabra. Cuento el ejemplo de Amando Galiana con unas furgonetas que iba a retirar de la circulación, pero como lleva a pie de barro desde el día uno, las dona para que otros puedan seguir trabajando. Esto es ayuda de la que funciona, en silencio, solo para compartir en nuestra llamada anual para hablar de turrones.
Y por eso, todo me incita de nuevo a pedir que amemos sin límite, que nos alegremos sin límite, que ayudemos sin límite, que nos ilusionemos sin límite como hace este pequeño que tengo la suerte que vive conmigo y que, con sus 9 años, le parece que todo lo bueno no debe tener límite ninguno, como yo también lo hacía a su edad y como sospecho por las pistas, puede ser que esté practicando con menos energía de la que debiera y eso, sí que es un mal ejemplo sin duda alguna. Me enmendaré antes de llegar a fin de año. Es una promesa. Tenemos abundancia de demasiado cenizo, de los que se empeñan en pelear sobre si felices fiestas o Navidades, o los que empiezan a discutir si son de Papá Noel o de los Reyes Magos, como si nos faltasen alegrías a todos y no nos sobrasen opiniones. Pongamos todos algo enorme de nuestra parte.