Trato de pasear por la ciudad últimamente entre vallados, zanjas, maquinaria varia de hacer agujeros de innúmeros tamaños y un sinfín de obstáculos que se le interponen a las piernas y a la vista con igual contundencia. Quiero pensar que, después de tanta obra pública, va a quedar todo reluciente como si nos hubieran trasplantado a una ciudad rica y próspera del norte quizá, o del noreste de la península, regiones más agraciadas y hermoseadas que estas nuestras. Así que sigo la caminata diaria sin mucho mosqueo por el centro urbano respirando la contaminación de la zona, que, aun siendo también pobre, es más lumínica que aérea. Muchas tiendas han apagado sus escaparates ya a las nueve y media de la noche, incluso en las calles más comerciales. No se les puede echar en cara porque vamos cuatro gatos mal contados que dejamos para el final del día lo que nos queda para llegar a los saludables diez mil pasos y marcharnos a la cama tan contentos por haber dado a nuestro organismo la salud que las normas públicas recomiendan para evitar jamacucos varios. Hace frío ya; vamos envueltos en noviembre como si fuese enero y así seguirá la cosa hasta abril, supongo. Tengo la impresión de que, llegado este tiempo, en Ávila, todos terminamos vestidos de gris o de pardo y paseamos de acera en acera como los gatos, más o menos rápidamente por si nos ve alguien o nos ladra. Cuando se pasea por las ciudades pequeñas llevamos un curioso ritmo de pensamiento, lento y meditativo. Nos da por fijarnos en los resquicios de las cosas: que si tal farola no funciona, que si las losas de esta calle están quebradas, que si falta una papelera en el trayecto de tal plaza a tal otra… En la gran ciudad uno levanta la vista a la altura de las circunstancias. Creo que en la vida se me ha ocurrido mirar en Madrid cómo estaba el pavimento y lo he pateado no poco. Te llaman las tiendas, los cafés, los bares de pinchos que están destinados a los turistas pero que a ti te dicen más o menos lo mismo: mira qué típico, qué castizo. Esto no lo hay en tu pueblo. Tómate una cervecita que esto está petao, no como los bares que frecuentas… Además, estos días, ha venteado lo suyo y los parques, entre la lluvia y las ramas, parecen más un esbozo de jungla que una naturaleza domada por la geometría. Para llegar con los zapatos embarrados, mejor pasear entre la vallas, se dice uno. Y en estas te cruzas con otro paisano, un vecino o un conocido, da lo mismo para la redacción de este artículo. Está soliviantado. Quería llegar a su casa por donde siempre, cruzando de San Vicente a la Plaza de Italia. Lo ha intentado con el coche pero no ha podido aparcar. Luego lo ha dejado tres calles más abajo, dice, y se ha venido andando, dando una vuelta enorme porque todo está levantado. Yo creía, le he dicho, que ponían las calles a las siete de la mañana más o menos. Se ve que esta vez se las han dejado a medio poner. No sé si me ha entendido el sarcasmo porque ha seguido despotricando de unos y otros y maldiciendo la política local y, de paso, la nacional. Me he vuelto a casa pensando qué poco importa para estas cosas vivir en una capital de provincias. Se cabrea uno igual por la calle que si viviera en Madrid. Poco importa, decía, si vamos cuatro gatos por las tranquilas y soñolientas calles históricas; si el ambiente invita a meditar o si el silencio te acompaña a casa. Vamos enfadados ya por dentro, sea en Madrid, en Ávila o en Soria. Pasa un gato (negro) por delante, tan tranquilo, a sus cosas de siempre. Posiblemente el mismo que lleva pasando por allí quinientos años y está ya de vuelta de todo. Sobre todo de las obras. Por no hablar de la amnistía.