En cualquiera de sus formas y tamaños, de sus usos y pertenencias, de invierno o de verano, la piscina constituye uno de los grandes hitos que nos ha legado la civilización romana, de la cual seguimos formando parte. La piscina es la domesticación máxima del agua, la creación de un espacio muerto para reivindicar la vida nuda, el arte de no hacer nada. Estos espacios acotados de aguas calmas son el símbolo de la dominación del tiempo, la parte íntima fuera del trabajo y del poder. Es Sunset Boulevard, la obra maestra de Billy Wilder, con un cadáver flotante; es Breaking Bad, con una mortífera escena alrededor de la piscina. Es la piscina de Tony Soprano. Es Franz Kafka marchándose a nadar el día del comienzo de la guerra. Nadar. No hacer nada.
De adulto me he convertido en nadador de invierno en piscina cubierta. Tiene esta modalidad una sobriedad que beneficia el pensamiento y la recreación solitaria. Pero en mi infancia de finales de los setenta y principios de los ochenta, los largos veranos eran una sucesión de piscinas diversas. Apenas las había privadas o comunitarias pero los días eran largos como siglos, inmóviles como reptiles. Aprendí a nadar en la piscina del Colegio Las Nieves, un lujo en pleno centro de Ávila. Las tardes quemaban en el terrazo irregular de la piscina del Casino, en lo que se llamaba Alférez Provisional, antes de que se trasladaran a la finca Flor de Rosa. Era salir de casa y en cinco minutos tirarte al agua. Otras veces el viejo 127 de mi padre nos llevaba al Tiro de Pichón, camino del Gólgota, un desolado paraje con olor a pino y sequedad castellana. La piscina era una conquista del tiempo, una tarde infinita de bañador húmedo, toalla rasposa, cloro y helado como premio.
Con el tiempo llegaron los spas, los centros de hidroterapia, los vasos sofisticados con iluminaciones nocturnas, formas y colores imposibles. Pero todo el mundo recuerda esa piscina de la infancia, cuyo color cian se ha trasmutado para siempre en el mundo de la decoración y de la moda en azul piscina. Más allá del mar y sus beneficios, el agua domesticada nos civiliza, nos hace herederos de los emperadores romanos, nietos de Adriano y Caracalla. Hay un nuevo libro maravilloso, que propongo a mis lectores en esta última columna de la temporada: María Belmonte, El murmullo del agua (Acantilado). Corrobora lo que he dicho. Feliz verano. Naden y no hagan nada.