Decía Concha Velasco que uno puede ser feliz con muy poco. Lugar común convertido inmediatamente en paradoja al comenzar a añadir requisitos, como la necesidad de contar con un piso con vistas al mar, un buen refrigerador, un Picasso colgado en la pared o una lancha con motor. En el caso de un niño de pocos años, esa lista se reduce a un sábado por la tarde tirado sobre una alfombra convertida en carretera, deshaciendo el complejo atasco provocado por unos coches amontonados en una gran rotonda en forma de mesa con patas cabriolé, mientras atiende a ratos a las imágenes que emite el aparato de televisión. Esta escena parece repetirse cada semana, convertida en liturgia, acompañado el chico de una mujer menuda que descansa en un sofá mientras atiende a los juegos de su nieto, cuyo embudo de vehículos deja en evidencia a la autopista del sur que imaginó Cortázar.
En esas tardes de invierno, mientras que mi abuela me indicaba que recogiera todo mi parque móvil (que yo introducía diligentemente en un inmenso garaje que les había fabricado bajo una estantería), ella terminaba de recordar los mejores momentos de su corta juventud. O simplemente aquello que pudo haber vivido y que quedó reducido a la nostalgia de recordar algo que nunca sucedió. Semana tras semana, aquello que hacía feliz a mi abuela comenzó a instalarse en mi memoria como algo inseparable de aquellos días en los que la niñez parecía interminable. Hubo cambios, no solo porque a medida que mi abuela peinaba cada vez más canas a mí se me quedaban pequeños los pantalones, sino porque los interlocutores con esa otra dimensión daban paso a otros que, sin embargo, no interrumpían aquella magia. A medida que ellos iban desapareciendo, nos hacíamos mayores. Hasta que llegó el día en que la alfombra fue tan solo una alfombra, el parque móvil se quedó para siempre en el garaje y aquel niño se convirtió en un chico que pasó a retirarse a una habitación para estudiar durante esas tardes en las que, de forma paulatina, los personajes de la infancia se marcharon para siempre.
Llegó el día en que mi abuela no volvió a encender nunca más la televisión ni volvió a ocupar su sitio en ese sofá de plumas de color granate. Cuando se marchó, todavía quedaban, no obstante, algunos de aquellos que nos habían hecho felices. También las historias, las canciones y todos esos libros. Hasta este año en el que parece que se han puesto de acuerdo para dejarnos de una vez por todas. Y con ello también ese niño que ahora, irremediablemente, no puede evitar hacerse mayor. Aunque no quiera.
Las muertes de Carmen Sevilla, Laura Valenzuela, María Teresa Campos, Antonio Gala o la más reciente de Concha Velasco han terminado de cerrar una época que todos, junto con otros imprescindibles compañeros, ayudaron a definir. Acaba un tiempo en que el talento iba de la mano del éxito. En el caso de la chica de Valladolid, personificó como ningún otro la timidez de unos años sesenta convertidos en rebelión en la siguiente década. Si Fray Juan de la Miseria tuviera que retratar de nuevo a la Santa de Ávila, lo haría con el rostro que dibujó Josefina Molina en aquella película convertida en serie de ocho impecables capítulos. Fue la mejor y la peor, desde la chica de la Cruz Roja a la Hécuba de Troya. Y habitó un tiempo en que los protagonistas llevaban los apellidos Gámez, Buero Vallejo, Berlanga, Fernán Gómez, Sazatornil, Aute o Pradera. Además de Alberti, Cela, Delibes, Laforet, Umbral o Marías. Una época que ayudó a que el país alcanzara la ansiada mayoría de edad y en el que todos ellos fueron indiscutibles e indiscutidos adalides. Un tiempo que, no obstante, parece resistir, vivo en aquellos que permiten mantener la puerta todavía entornada.
Mientras quede quien nos recuerde todas aquellas pequeñas cosas, seguiremos creyendo que es posible volver a sentarse en un sofá de color rojo y a imaginar una autopista en el orillo de una alfombra. Por un año en el que no olvidemos. Por un año en el que olvidemos a olvidar.