Ya están tardando en ir a verla, estimados tres lectores. Me refiero a la exposición en los Serrano: «Picasso entre los clásicos», de Ignacio Samper, madrileño con mucha relación con Ávila. Yo tuve la inmensa suerte de recorrerla guiado por él mismo; además de gran conversador y fabuloso artista es un apasionado y experto en Picasso y su pintura. Ya que están allí, de paso, pueden también ver la de nuestro paisano Ricardo Sánchez, se llevarán dos por uno.
La propuesta de Samper es interesante e innovadora, nos hace reflexionar sobre cómo el arte —la vida— aprovecha lo ya creado, pero a la vez avanza y cambia, renueva manteniendo la esencia. Y lo hace al mostrarnos juntos el referente y lo referido, mixtura de estilos y épocas en un mismo marco, componiendo un palimpsesto en el que tras la impresión primera de heterogeneidad salta a nuestra vista lo que une, el hilo que teje un solo tapiz. Reinterpretamos a los clásicos con la óptica del padre del cubismo, pero a la vez nos damos cuenta de que Picasso viajaba, como Newton, a hombros de gigantes.
El malagueño —este año se cumple el cincuentenario de su muerte— fue indiscutiblemente un genio. Son contadas las figuras del arte, la ciencia o la política de las que se pueda afirmar eso, personas capaces de entender el mundo como nunca se hizo antes, de forzar un cambio de rumbo a barcos que navegaban firmes con solo pequeños toques de timón, pero que precisaban seguir nuevos compases. Los genios no arrancan desde cero, sino que lo son por moldear de nuevo lo existente, por reusar y enaltecer lo ya grande de por sí.
Una de las frases de Picasso, al que las musas por lo visto pillaban siempre trabajando, es lema de la exposición: «Los grandes artistas copian, los genios roban». Hay quien solo puede remedar lo visto, los que no saben sino repetir los esquemas ajenos disfrazándolos de distintos colores u otras melodías, pero solo los ungidos con la magia son capaces de apropiárselos, aunque sin ánimo de posesión permanente. Los hurtan y luego los devuelven meses o años después y ya no es lo robado. Pasa a ser algo nuevo con la cualidad de lo anterior, transmutado en un Picasso, un Mozart, un Borges, un Einstein. Se vuelven obras originales y a la vez eternas, transgresoras desde el respeto. Se actualizan, sin perder la intención y el espíritu que las gestaron.
La Constitución del 78 fue en su momento una obra revolucionaria. El resultado de la política del momento, que hoy unos presumen de reivindicar y otros denuestan. Ambos, plagiadores o iconoclastas, son solo buenos —lo de «grandes» les queda grande, perdonen la tontería— artistas en el mejor de los casos, en el peor, vulgares pintamonas. Pretenden que nuestra Carta Magna, con nueve lustros a sus espaldas, se mantenga a toda costa inmaculada, cual dogma de concepción de María, o sea una pizarra donde borrar y reescribir al gusto del momento. No saben ustedes cómo echo de menos a auténticos genios que puedan un día robárnosla, como Picasso, para devolverla nueva, pero intacta; diferente desde su misma esencia; ser otra, pero ella, y podamos disfrutar tranquilos del intrínseco arte que nos brinda al margen de absurdas doctrinas o coyunturales tendencias.