Tendría que haberse titulado esta columna «De galas, cenas y literatura», petición de dos compañeras escritoras. Aunque hablaremos de ello, estimados tres lectores, la semana me dicta otro encabezamiento para esta reflexión que tiene a bien ojear cada viernes.
El sábado pasado celebramos la VIII gala de La Sombra del Ciprés, Quizás —seguro— alguno de ustedes estuvo con nosotros en el Auditorio de San Francisco y disfrutó tanto como yo de la velada. Homenaje a la literatura y a aquellos para los que es bandera a enarbolar y faro de vida. Nuestros premiados han tenido siempre en común su pasión por lo escrito y también por querer y saber trasmitir esa pasión a los demás. Alfonso Pindado entre bambalinas; Pepe, parapetado tras pilas de libros en Atenea; José Manuel Espinosa desvelando archivos; David Galán soñando imágenes; José María López cargado de polvo de tiza; Juan Pedro, siempre vivo entre nosotros; Luis Alberto de Cuenca, el libro hecho carne. Ejemplos —¡qué ejemplos!— de la droga que precisamos para vivir.
El gusto por lo escrito persiste en este nuevo siglo cruel que tantos avances ha dado y que tanta tontería encumbra, pero a veces creo que tiende a ser otra cosa —no me atrevo a llamarlo literatura— que se cubre ora con ropajes afectadamente antiguos, ora con modernas y rompedoras vestimentas. Los escritores solo parecen anhelar diferenciarse de la corriente —mainstream le dicen ahora— sin darse cuenta de que se convierten en ella al hacerlo. Usan, abusan y exprimen hasta el hartazgo manidas temáticas históricas, policiacas, guerracivilistas, sentimentales o existenciales. Las palabras se vuelven mazas al viento en pos del más complejo malabar —vistoso, mas efímero y huero— y las tramas persiguen una y otra vez al único tigre de Borges entre el follaje de la selva ya publicada. Y lo peor es que este norte perdido acaba contagiando a los lectores, faltos de referentes.
Entre este caos, ser un Ciprés me aporta el respiro de las galas literarias, pero también rodearme de gente esencial. Esta semana he asistido a la presentación del nuevo poemario de Librado Casero, socio, amigo. «Rueda la rueda», de él he entresacado el título de hoy. Más que entresacarlo, ha sido un mazazo en las entrañas cuando le oí recitar su poema «Mi niña pobre», que Miguel Hernández hubiese firmado sin dudar. «Te cortaré las uñas, que están de luto, te cantaré una nana y te compraré una muñeca de porcelana». La simple, perfecta —completa, que no admite más mejora— metáfora de la pobreza hecha mugre en las uñas me recordó por qué empecé a leer, por qué un día quisiera saber escribir. Para buscar lo que Librado hace con naturalidad envidiable, con una sonrisa franca, con una verdad que asusta, de tan prístina: contar algo de forma bonita y haciendo sentir. Lo demás es cosa vana, que diría Cristóbal. No quiso que le pagara el libro, queden al menos mis gracias.
Nunca olvidemos que la literatura es solo contar historias, hacerlas bellas y lograr emocionar. Nunca lo olvidemos. Tuve la fortuna de poder charlar en la cena que siguió a la gala con Luis Alberto de Cuenca. Guardo como un tesoro una entre sus muchas recomendaciones: «si no pudieras otra cosa, lee a Shakespeare».