John Steinbeck ganó el premio Pulitzer en 1940 con su célebre novela «Las uvas de la ira», título sacado de un himno estadounidense del siglo XIX a su vez inspirado en un versículo del Apocalipsis. Retrataba la injusticia social de la Norteamérica de la Gran Depresión, las uvas siendo metáfora de cómo la inmoralidad y las tropelías al final no tornan en vino, sino en furia, sea la divina en la cosecha del juicio final o la de los oprimidos en revancha. La vendimia de este 2023 que cerramos desde luego es candidata a que se desate la cólera en sus barricas y tinajas. En los habituales capazos de hambre y exilio se encuentran los 674 días —gracias, Sara Escudero— desde que Rusia invadió Ucrania o los que albergan los 83 desde que Hamás atacó Israel y desató una ley del Talión que se cobra cada ojo por cientos y que reclama cada diente en bocas donde ni siquiera han crecido otros.
Hay un mildiu que infecta a las vides en las que cuelgan los racimos de nuestros días: la discordia. No, no es casualidad, fue palabra radical y clave en el discurso del rey en Nochebuena, no se crean que la dejo caer inocentemente. A los abulenses nos debiera de sonar, siquiera fuera porque desde que enterramos a Suárez en la Catedral recordamos la concordia como algo posible. Ambos términos comparten raíz semántica: el corazón y sus latidos; en un caso se habla de acompasarlos, mientras que en el otro se contraponen en sincopado ritmo, alterándose hasta el infarto social. La discordia es ingrediente principal de la ira, de la violencia, de la maldad. Sin nada que lata al unísono en cerebros o corazones la empatía no existe, el rival se convierte en enemigo, la discrepancia en ofensa, la hospitalidad en xenofobia. Sembrar discordia es sembrar cizaña, la mejor fórmula para tener una tierra baldía y arrasar la con la cosecha.
Esta semana he tenido la suerte de tomar un café con uno de ustedes, estimados tres lectores, café que llevaba largo tiempo pospuesto. Seguro que nuestras posturas ideológicas y políticas están llenas de desacuerdos, pero creo que supimos pasar un muy buen rato apreciando y respetando lo que tenemos en común —sintonías culturales, vitales y es posible que un sentido del humor que fermenta la vida hasta su justo grado alcohólico— antes que hurgando en absurdas heridas.
Si aún no lo han visto, les recomiendo —y soy blaugrana— el vídeo navideño del Atlético de Madrid. No se lo voy a destripar, tiene final con «punch», de los que golpea al corazón. Un corto de un par de minutos que nos recuerda que hay valores por encima de las ideas, de los gustos, de las creencias y posturas, de los sentimientos, incluso. Y que son esos valores los que nos hacen humanos, porque al mirar al otro veremos siempre a una persona con un corazón que late como el nuestro. Nos quedaremos con sus iguales ojos, manos, sufrimientos. Con su sangrar si le pinchan, su reír si le hacen cosquillas, su morir si le envenenan. Y no con la libra de carne en venganza.
Pasado mañana, mientras suenan las campanadas de Sol y cumplen con la curiosa e hispana tradición, piensen si es preferible que el 2024 se llene de malas uvas, uvas de ira, o de malvasías que endulcen la convivencia. ¡Feliz año!