Últimamente, no dejan de aparecerme noticias sobre la pérdida de Disney de los derechos sobre Mickey Mouse desde el 1 de enero, con titulares tipo «Mickey es de todos». Pero yo me pregunto cuándo no lo ha sido.
La historia del ratón está marcada por sus errores y aciertos. Walt Disney y el ilustrador Ub Iwerks crearon a Mickey como reemplazo del conejo Oswald que habían diseñado previamente y que un contrato impedía que pudieran usarle para más proyectos que los que estipulaba dicho documento. Los dos primeros cortos del ratón que llevaron a cabo no llegaron a conseguir ni tan siquiera distribuidora. Pero en 1928, con la aparición del cine sonoro, los hermanos Disney hipotecaron sus coches y casas para poder crear «El Botero Willie», el primer dibujo animado con sonido sincronizado y la presentación al público del personaje más famoso del mundo. Su historia ha sido larga y accidentada, pero Mickey Mouse fue un éxito mundial desde el principio y se puede situar en este momento la aparición de la comercialización en masa de un personaje, hasta tal punto que los ingresos del ratón permitieron a Disney experimentar, además de crear una escuela de arte en movimiento. Pero ya se sabe que cuando algo tiene un éxito tan arrollador, se desdibujan los limites de la propiedad y esto lleva aparejado un uso popular incontrolable.
Mickey es algo que compartimos todos, que no es poca cosa. Casi todos hemos dibujado en algún momento los tres círculos que crean su silueta, usado ropa con su imagen o nos ha hecho felices recibirle de regalo. Es idolatrado tanto por la cultura como por la contracultura y una interminable lista de artistas le ha usado: Bowie, Los Ramones, Madonna, Lennon, Warhol o los Simpson. Por todos diversos centros educativos del mundo encontramos imágenes del ratón. Aún en vida de Walt Disney, le rediseñaron para anunciar coches e incluso protagonizo un corto en contra de la Guerra de Vietnam. Este último, podría haber dañado la imagen empresarial, pero se produjo en un momento en el que la opinión pública estaba en pleno cambio. Que la propiedad de Mickey era un asunto global, quedó patente durante la II Guerra Mundial. Mientras la propia empresa hacía cortos sobre el esfuerzo bélico, sus rivales en la contienda le usaban como imagen del enemigo, en producciones que aún se pueden ver. Pero también fue un símbolo de esperanza para los niños hacinados en los campos de trabajo por toda Europa, que en sus escasos ratos libres leían cómics del ratón o preparaban obras protagonizadas por él. Incluso se conserva un cómic en francés protagonizado por Mickey en el que un niño escribe y dibuja cómo es su vida en el campo de trabajo. Al final de la historia el ratón volvía a América. El niño, sin embargo, nunca abandonó su prisión. Yo me pongo en la piel del pequeño y entiendo la evasión que pudo suponer para él la creación de su obra. Lo que le pudo aliviar poner por escrito lo que estaba sufriendo. La importancia de contar con una voz amiga, aunque fuera la de un ratón, para distanciarse de la realidad. Y aquí radica la diferencia del valor comercial y el valor cultural. Igual ahora podemos lucrarnos con él, pero llevamos enriqueciéndonos con Mickey casi cien años, porque desde que empezó a silbar en «El Botero Willie» pasó a ser de todos.