Decía el Bardo que la vida es un pobre actor que se pavonea y consume en el escenario, al que luego no se escucha más. Un cuento contado por un idiota, lleno de sonido y furia, que no significa nada. Por mucho que hayan pensado, estimados tres lectores, que el título de hoy versaría sobre el cambio climático, la temporada del Barça o la clase política que nos ha tocado sobrellevar no se equivoquen: vengo a hablarles de la trascendencia de nuestros actos.
Mañana asistiré al treinta aniversario de NECN, No Es Culpa Nuestra, el grupo de teatro de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros de Telecomunicación de la Universidad Politécnica de Madrid. Realmente el grupo se fundó hace treinta y dos años; lo sé porque tuve el honor de ser director de su primera obra, a la que han seguido después más de cien. Será un reencuentro con amigos a los que hace seis lustros que no veo, pero también con otros con los que no coincidí, pero a los que siento, en el grupo de Whatsapp formado para la cita, hermanos en una misma pasión y credo.
Cuando se prende una llama, lo importante no es su altura inicial, sino lograr que su fuego cambie de mano en mano, cual antorcha olímpica, y mantenga la misma intensidad con la que se un día se encendió. Es difícil saber, de aquello que hacemos en la vida, qué subirá más que nosotros, trascenderá, y persistirá en el tiempo y la memoria; pensamos que serán las cosas serias, las que creemos hoy importantes, pero años después, mirando atrás, nos damos cuenta de que fueron aquellas en las que pusimos el corazón. Sí, hay que ganarse la vida, pero también—y más en los años jóvenes de formación y aprendizaje— se debe buscar la felicidad en ella. Quizás, para lograrlo, sea bueno seguir el consejo de Steve Jobs en Stanford y tengamos que estar siempre hambrientos, para alimentar así el apetito de nuestra creatividad, y necesitemos ser locos, y tener así la cabeza centrada en lo que realmente nos ayuda a vivir, reír, rebosar de orgullo, pues es lo que quedará. Porque somos la materia de la que están hechos los sueños, y hacerlos realidad sí es culpa nuestra.