El comercio de Ávila es disperso, de local pequeño y género abreviado. Hay horas en las que paseas por sus escaparates y se ve a los dependientes mirando las musarañas o de parloteo entre ellos, si hay más de uno en la atención al público, o con el vecino de negocio que está tan aburrido como él. A partir de cierta hora, cuando se vacían las calles, algunas tiendas mantienen los escaparates iluminados por alguna hora, por si pasa algún despistado a ver si le encajan los zapatos o las gafas que también se aburren de no ver a nadie asomándose al cristal. Comparando con otras ciudades, dicen, aquí hay una calle comercial y media, que va del grande hasta un poco antes del Mercado Chico. A medida que se va uno acercando al Ayuntamiento, el comercio parece diluirse y desaparecer; los locales se vacían desde hace décadas y algunos van acumulando polvo como para enterrar todos los tesoros capturados a la Armada Española en sus años de esplendor. Cada vez que cierra un negocio imaginas ya que pasarán años sin que nadie se aventure a montar nada y vas viendo oscurecerse la calle, apagarse la ciudad lentamente. Por alguna razón que se me escapa, a partir de ciertas horas, los abulenses nos cerramos en casa, algo muy extraño en las ciudades españolas, pero no tanto en el resto de las ciudades europeas. Pasear a ciertas horas no es para timoratos en ciudades como esta. O para gente de imaginación desbordada. Esto, claro, es propio de los meses crudos, que son buena parte de los que tienen erre, y mejora en el verano cuando hay terraceo nocturno sin virus respiratorios. Así las cosas, de mayo hasta agosto, en tanto que no hay que encender las luces de los negocios hasta las diez de la noche, se opera una alegría urbana que se contagia a las personas que andan de acá para allá, unas relamiendo un helado a medio derretir, otras buscando mesa donde cervecear y el resto ya acomodado en algún sitio degustando noche, como los murciélagos que también se echan a la calle cuando se han acostado los vencejos. Es de suponer que estos meses también conllevan cierto desahogo comercial y aumento de las ventas. Hace tiempo se notaba si el comercio era boyante si el dueño no andaba en la puerta pasando las horas. Tenías que entrar esquivándolo y aguardando que te atendiera si tenía tema pendiente con algún contertulio; eso si no era conocido tuyo y aprovechabas también para charlar un rato. El comercio también tiene su historia íntima, que está contada por acá y por allá en libros del diecinueve, sobre todo, cuando las calles de las grandes ciudades se llenaron de tiendas y cafés; y más tarde, cuando el prêt – a – porter. Entonces debieron de surgir las bolsas de marca, las dependientas y los grandes almacenes y, con todo ello, el salir de tiendas y de cafés, todo en la misma tarde. Mientras tanto, en estas ciudades pequeñas, la cosa ha ido languideciendo poco a poco, mientras llegaban las compras por internet y se sustituyó a los compradores por las furgonetas de Amazon. Siguen algunos tenderos en sus puertas, vigilando por la tradición y las buenas costumbres. Lo malo es que ya ni nos paramos a hablar. Como para entrar a comprar.