A cántaros es poco decir. Se ha quedado la nube encima de nosotros, como en los dibujos animados y nos tiene de mal humor, también como en los dibujos. Somos de secano y se nota en estos días, cuando dura el barro más de lo conveniente. Los huesos, que son cosa porosa y rígida, se ve que blandean al remojo y vamos sin ton ni son por las calles, buscando el resguardo y el calorcillo. Desde casa se ven las palomas aburridas en las ramas, sin saber ya qué hacerse, mirando obsesivas al valle, como esperando que escampe para darse un garbeo. En esta ciudad solía salir el sol todos los días, aunque fuera sólo asomarse para ver cómo iba todo: los muchachos en el grande dando patadas a un balón; las señoras tomándose un descafeinado de sobre con leche sin lactosa; las parejas jóvenes paseando a los niños… Si todo estaba en orden, se nublaba y asunto cerrado. Pero estos días vienen con ese gris denso del Cantábrico y cargados de tanta lluvia que podría uno creer que el Atlántico está allá por Peñaranda de Bracamonte. En las conversaciones de bar se habla del Río Chico en lugar de Pedro Sánchez y de cómo está el Burguillo en vez de las charlas de salón entre Putin y Trump. Por este año se han salvado las piscinas del verano y para mayo andará todo florido, con los colores de Fra Angélico por todas partes porque este año, por lo menos, marzo no mayea. Los conspiranoicos del cambio climático andan reforzados en sus principios y te lo comentan en cuanto pueden: es que esto no es normal. Y los conspiranoicos de los cambios cíclicos te llegan a decir que el sistema solar anda atravesando una zona de la galaxia llena de polvo de sabe Dios qué. Hay otros que creen en las fuerzas armadas de un país enemigo sembrando las nubes para fastidiar nuestras cosechas de calabacines y tomateras. Es eso de que nunca llueve a gusto de todos los conspiranoicos del mundo. La cuestión es que el espectáculo de la naturaleza nos dura más bien poco. Una vez que hemos pasado todos un par de veces por el Adaja, a ver cómo sale el agua desde el trampón y por el río Chico que viene como el Pisuerga, el misterio desaparece y estamos deseando un anticiclón asomando en las palabras de Roberto Brasero. Incluso un anticiclón persistente, de esos que no se retiran y mandan todas las borrascas a las Islas Británicas, que están más acostumbradas que Castilla a toda esta agua. Quizá algún día, por algún milagro económico que pille de sorpresa a las administraciones públicas (no creo que haya otra posibilidad distinta), la ciudad crezca y venga un Corte Inglés a plantarse con su parking que solventará dejar el coche en pleno centro. Lo digo, más que nada, porque, según los anuncios, allí ya es primavera.