Será que hay cada vez más turismo. Vas encontrándolo en grupos asociados a un paraguas de color, mirando hacia el cielo las más de las veces porque, por razones que se me escapan, lo mejor de los monumentos está arriba, lejos del alcance de una mirada distraída. El guía suele llevar un megafonillo cosido a un micrófono por el que les cuenta que la muralla mide tanto y que la Catedral es de tal estilo. O la historia de los santos mártires patronos de Ávila. Es verdad que cada vez hay más grupos de estos por la ciudad transitando entre nosotros, abulenses de toda la vida que discurrimos por el casco histórico con más pena que gloria. Habré contado ya alguna vez por estas páginas que uno tiene la fea costumbre de pegar la oreja cuando parece que alguien cerca dice cosas de interés. Es lo que facilita luego escribir algunos de estos textos. Los ingleses y franceses lo llamaban "causerie", una especie de articulillo irónico sobre cosas del día a día, salpicado a veces de ficción y, generalmente, con un cierto humor y estilo conversacional, como de salón francés decimonónico, que es de donde se tomó la palabra. Quien le lea a uno sabrá ya que es a lo que tienden estas columnas la mayor parte de las veces. Decía que pego la oreja porque si quieres enterarte de lo que se dice de la ciudad, no debes hacer caso a los propios, sino a los extraños, que la ven sin los afectos o desafectos nuestros. Y así te vas enterando de que el comercio no vale nada porque sólo hay una calle con cuatro tiendas; de que Ávila es muy bonita pero la ves en un par de horas; de que no hay nada de comer interesante más allá del chuletón; o de que a partir de las siete de la tarde, mejor irse al hotel porque está muerta (la ciudad). No diré que no me entran ganas de intervenir, las más de las veces, e ir negando, uno por uno, los tópicos con los que vienen, los clichés que se llevan y los estereotipos que generan. Pero entiendo que es de mala educación meterse en conversaciones ajenas y sigo camino a ninguna parte: quien escucha su mal oye. En los cafés, el único resto decimonónico que realmente le queda a esta ciudad y son más bien pocos, se cuelan también algunos turistas. Piden, de haberlas, algunas fruslerías dulces, más o menos típicas y miran el ambiente general. Si es nuevo, a veces se sorprenden de hallar cosas de ciudad en lo que creen pueblo. Si es viejo o vintage, recuerdan con nostalgia sus tiempos jóvenes mientras recorren licores que ya no toma casi nadie: el Licor 43, el Amaretto, el Calisay, el Benedictine… Con esas pequeñas cosas, sólo, descubres quién viene de la gran ciudad o es compañero de provincias. El primero suspira por el tiempo pasado, por no hallar en su vida eso que ha creído perder. El segundo va comparando si eso o aquello es mejor en su tierra, o más grande, o más limpio. En sus calles los contenedores están más colocados; los escaparates se apagan más tarde o hay un Zara donde aquí hay un local vacío. Se suelen ir contentos y viajan como si buscaran una afirmación en su chauvinismo de patria chica. Supongo que los de aquí hacemos lo mismo. Por eso es bueno, a veces, pegar la oreja; para no ir luego por el mundo perdiéndose las vistas. Y lo que es más: para no perder las propias.