Soy de esos abulenses que entra en Madrid con el coche, por lo que las críticas al transporte público las vivía con cierta distancia. Hasta este fin de semana que he viajado en autobús al intercambiador de Moncloa. La ida fue bien; un retrasito de cinco minutos, viaje por la autopista y una hora y cuarto de viaje. Con estas mimbres, uno se queda contentísimo y se plantea que, a partir de ahí, todo serán viajes en bus, cómodos y tranquilos, viendo el paisaje y protegiendo la ciática del acelerador. Descansado y parco en equipaje volví el domingo, prometiéndomelas muy felices, y con el QR en el bolsillo me llegué a ver dónde andaba la dársena del bus de vuelta. Allí, en los monitores, se leían Segovia, Salamanca, Zamora y el resto de la España vaciada a la que se viaja como puede buenamente. De Ávila, ni rastro. En la ventanilla de información me atiende una muchacha que me manda a la dársena catorce de la isla uno. Pensando en una isla, no creí que me fuera difícil encontrar la puerta y fui recorriendo los números, grandes, luminosos desde el doce en adelante porque la puerta de vuelta a casa estaba en el rincón más escondido de toda la estación, oculta a la vista y remetida en lo más oscuro y triste, qué digo del intercambiador, de toda Moncloa. Eran las tres y veinte y allí andábamos cuatro tristes pasajeros, uno leyendo, otra bostezando, y nosotros rebuscando la más mínima información de que, efectivamente, esa era la dársena. Semioculto había un breve expositor con los horarios, en esa letra pequeña para la que uno ya, a estas edades, necesita una lupa además de las gafas propias. A las tres y media habría de salir el bus, pero nos dieron las cuatro menos cinco. "Es que viene de la terminal sur", me dice un viajero que se había llevado un libro, entiendo ahora, para soportar la espera habitual. Pasaban los ALSA de un lado a otro, con la urgencia de las cercanías, que están hechas para correr y llegó nuestro bus, con la tranquilidad que se respira en estos pueblos de Castilla donde no existe la prisa, no porque se carezca de ella, sino porque les está vedada. Yo le iba a protestar al conductor, pero los otros cuatro viajeros cargaron con su paciencia y sus QR y se subieron como quien monta en la barca de Caronte, con la calma que da lo irremediable. El viaje, bien, tranquilo. Tuve la sensación de que Ávila no existe; de que, en realidad, nosotros no existimos, y somos sombras de una novela; de que es un destino irreal, como el Celama de L.M. Díez o el reino de Redonda de Marías. Nos materializamos al ir de compras a Madrid y nos diluimos al bajar aquí. A lo mejor por eso pasan los trenes de largo.