Es bastante desasosegante consultar hoy cualquier medio de comunicación. Parece que todo orden mundial se hubiera convertido en otro; que cualquier probable certidumbre se hubiera colapsado en una rara marca de destierro, y que toda esperanza de estabilidad caminara con paso tembloroso por el filo de una realidad que ya no se reconoce a sí misma. Vivimos entre titulares que desgarran y algoritmos que nos empujan hacia lo inmediato, lo fugaz, lo irreal. Los mapas cambian, los discursos se erosionan, las palabras se llenan de melancolías. La identidad se vuelve líquida, la memoria es corta, el futuro se atora en nieblas sospechosas.
Hay algo profundamente inquietante en este orbe que habitamos tan desastrosamente, donde unos pocos son poseedores de una vara extraña con la que todo lo miden y todo lo trastocan. Parecen tener el poder de reorganizar el orden de la tierra según una lógica que no pertenece a nadie, ni siquiera a ellos. Sus gestos, cargados de una teatralidad siniestra, evocan aquella escena antigua en la que un hombre ridículamente uniformado jugaba, en soledad, con un globo translúcido que representaba al planeta. Lo acariciaba, lo lanzaba al aire, lo miraba con ternura cínica, como si el destino de todos cupiera en su farsa personal. Hoy, como entonces, flotamos en una incertidumbre densa, inmersos en una contienda que nadie ha declarado, en un litigio global sin lenguaje, sin mapas, sin comprensión. Una ofensiva sin nombre, pero no sin consecuencias, que amenaza con disolvernos no tanto en el desastre, sino en la incomprensión total. No sabemos bien qué se está disputando, ni por qué, pero sentimos que el suelo tiembla bajo nuestros pies y que lo que se resquebraja, lentamente, es la idea misma de humanidad compartida.
Y, sin embargo, existen los parajes en los que la certeza aún permanece. Propongo una atalaya, de cielo puro y piedra sabia, y recia, donde el mundo no se disuelve, sino que se recoge. Aquí, las murallas no protegen del enemigo: protegen del exceso. La ciudad no impone, nos resguarda. Es alta, que no altiva. Silenciosa, pero nunca muda. Caminar por sus calles es como entrar en un lenguaje antiguo, anterior a las palabras, donde todo, la sombra de espadaña, el trazo severo de un ábside recortado al cielo, el eco de unos pasos en un claustro vacío, nos recuerda que hubo un en el que lo esencial bastaba. La urgencia desaparece, el alma se asienta, y respira, uno se desploma suavemente en un banco de piedra, en la plaza desierta, en la última luz que se posa sobre los sillares encendidos del humilladero. Y al hacerlo, reconoce algo: que todo esto ya estaba en nosotros antes de todo olvido.
Un poco más allá, fuera de fortalezas, ajenas a esta centenaria sobriedad, encontramos caminos en nuestro campo amplio. ¿Será posible que la salvación venga de aquí y de ese alma de tierra de los antepasados?. Buscar la salvación y ese reencuentro con nosotros mismos en estas zonas altas abulenses, donde el invierno enseña paciencia y los vientos del norte imponen sus reglas y sus mantras. Buscar la salvación en nuestros valles, donde las aguas bajan cantando entre piornos y acebuches, con sitios heredados y viejos cangilones en los pozos. Buscar la salvación donde no tienes nombre, donde se forma parte de una saga, de una línea de tiempo familiar. Todo con cielo abierto, manos rudas, curtidas, sanadoras, cultivan con esfuerzo, conservan con respeto y comparten sin prisas. Buscar la salvación con el sol medido entre cosechas, en estaciones, en silencios. Sembrar, caminar, nombrar.
De momento seguimos: mirar sin ver, escuchar sin oír, venda de rutina, de costumbre, necesidad antigua el pasar de soslayo. Aún nos queda lugar, nuestros lugares, cotos de libertad que nos devuelven el derecho a crear nuestro propio destino, en que nadie nos dicte ni nos ate.