Los Oscar y otros premios del pelo estaban muy bien cuando la época dorada de Hollywood, cuando los John Wayne, los Spencer Tracy o James Stewart, por no hablar de las actrices que marcaron las siluetas de lo femenino durante décadas: Ava Gardner, Marilyn Monroe, Kim Novak… Las galas estaban hechas para hacer lucir el negocio, para que las grandes productoras pusieran todo su empeño en mostrar sus mitos. El cine de esos años está lleno de ellos y van desde el irlandés retornado al flequillo de los romanos pasando por el ukelele de Con faldas y a lo loco o la careta de gato de Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes. No le hacía falta a ninguno de aquellos un gran espectáculo de televisión para brillar; era la televisión quien los necesitaba . Era un tiempo en que las galas estaban al servicio de los actores, buscaban contagiarse de su luz, ganar con sus premios. Ahora se le ha dado la vuelta a la tortilla y son ellos los que reclaman las cámaras, el lucimiento público para no perder la cuerda de la fama, amarrados a los photocall y las alfombras rojas. Es por eso que estas galas se han convertido en el speakers corner del ideario al uso que se hace eco del lema político del momento. Lo hemos estado comprobando ya demasiado tiempo y, en lo que a uno respecta, ya se alcanzó el límite hace años. Así que no veo la gala, ni los mejores momentos ni los peores, que suelen ser demasiados. Me enteré del guantazo de Will Smith en el telediario y me he enterado de lo de Karla Sofía Gascón en no sé qué otro programa de noticias. Lo mismo me ocurre con los premiados. Me interesa ver The Brutalist, cuando toque, y poco más. He visto Cónclave, La Sustancia, Dune y alguna otra y me he aburrido bastante en todas. El biopic sobre Dylan creo que lo pasaré por alto. Así que tampoco este año he visto la gala de los Oscar. Me pasa lo que con Eurovisión, los Goya o los Premios Nacionales de las Cosas Varias, que no está ya uno para que le den lecciones de lo que es culto ni de lo que debes hablar para lucir cerebro. Supongo que es por lo de la edad, que te vuelve algo reacio a los intereses de las nuevas generaciones, sobre todo por cansancio de las tonterías de la época propia, que hubo no pocas también. Pertenezco a una generación que iba al cine a entretenerse, a ver películas del oeste a las doce de la mañana con intermedio de dulces en el selecto ambigú, a las de Louis de Funes y a las series B de romanos y mitos grecolatinos. El cine cubría una necesidad humana de ficción que es precisa porque sólo tenemos una vida y necesitamos vivir otras, a ser posible, más interesantes que las propias. La ficción sirve para eso y hay quien se empeña en que vivamos todos la misma, realista y turbia, dedicada a mostrarnos cómo somos o debemos ser. Pero para eso ya está la propia vida, no necesitamos este cine ni sus galas. ¡Ay, Billy Wilder! ¡Ay, John Huston!