Era jueves el 27 de enero de 1994. Los sindicatos Comisiones Obreras y Unión General de Trabajadores habían convocado la segunda huelga general contra el Gobierno que presidía el socialista Felipe González. ¡Qué atrevimiento! Los sindicatos de izquierda, otra vez contra el líder del Partido Socialista Obrero Español. Este paro fue muy importante, pero algo menor que el del miércoles 14 de diciembre de 1988.
La empresa editora de este periódico decidió, como en la anterior huelga general, salir a la calle, si contaba para ello con suficiente número de trabajadores. Dejaba libertad a todos y no habría sanciones económicas ni de ningún tipo. Un buen grupo, la mayoría de la plantilla, decidimos acudir al trabajo. Como personas libres, optamos por lo que creímos mejor. Personalmente nunca he sido partidario de secundar huelgas políticas y aquellas claramente lo eran. Recibí por ello un premio: las cuatro ruedas de mi coche, que estaba aparcado junto a las instalaciones del diario, fueron pinchadas. No le di más importancia, aunque me fastidió bastante. ¿Fue un piquete de los que llaman informativos y que en muchos casos usan la violencia verbal y física? Por lo que descubrí después, alguien de uno de los grupos que recorrían las industrias del polígono de Las Hervencias llevaba un pincho de hierro. Gajes del oficio, me dije.
El periódico salió a la calle, tanto el 27 como el 28 de enero, sin reducción de páginas como en la huelga de 1988, ofreciendo una amplia información literaria y gráfica sobre el paro general. Mi respuesta al pinchazo de las ruedas de mi coche fue ésta: "Ya somos mayores de edad, en este país, para que cada cual actúe como crea con¬veniente. Por ello, lo que si? so¬bra es la coacción que puedan ejercer sobre las personas los piquetes o los empresarios. En el ejercicio de un derecho cons¬titucional (huelga o trabajo), nadie debe imponer la decisión a otros utilizando la amenaza o la fuerza. La democracia exige el respeto total a la libertad de las personas".
El día 1 de este mes, los mismos sindicatos que organizaron dos huelgas generales contra un gobierno socialista, salieron a la calle -un fracaso la convocatoria- para apoyar a otro del mismo nombre, pero muy distinto de aquél que tenía mayoría suficiente para gobernar. El actual encuentra muchas dificultades para sacar adelante sus proyectos -ni los Presupuestos ha aprobado-, ya que ha de sumar votos de partidos independentistas de derecha con votos de la izquierda más extremista y con los de los herederos de los terroristas de ETA. Dirán algunos que los sindicatos están muy bien subvencionados y deben pagar a quien les da de comer para que no desfallezcan. Por eso, en vez de convocar un paro general contra quien gobierna organizan manifestaciones contra los que están en la oposición. Lo nunca visto, pero es una forma de pago. Como el dinero que reciben es en parte mío, tengo derecho a decir que no estoy de acuerdo en que se use lo que pago con mis impuestos para financiar sindicatos, partidos políticos, organizaciones empresariales y asociaciones de dudosas actividades.
El dinero público sí tiene dueños: los ciudadanos que cumplen sus obligaciones tributarias. Me rebelo contra el mal uso que se hace de lo que es nuestro. Lo mismo que en la declaración de la renta se nos pregunta si queremos que un porcentaje de nuestros impuestos se lo den a la Iglesia católica y a fines sociales, estaría bien que se preguntara qué parte de lo que Hacienda recauda deseamos que se destine a sindicatos, patronales, partidos políticos, etc.
Una organización, del tipo que sea y al margen de los fines que pretenda, ha de sostenerse por aquellos que libremente la forman. Recibir subvenciones públicas es una forma de venderse a quien paga. ¿Sabemos cuántos afiliados tiene cada partido político, cada sindicato, cada organización o asociación y a cuánto ascienden sus cuotas? Mi conclusión es que los dineros de todos no se administran bien.