Cada verano, en Ávila, tengo un sueño, emulando las célebres palabras de Martin Luther King.
Sueño que, cada vez que se produce una tormenta estival, los imbornales están desobturados, no parecen jardineras de arte urbano efímero o los vasitos que de niños, en clase de Ciencias Naturales, llenábamos de tierra para plantar una lenteja y ver su ciclo; sueño que no están tan tupidos y olvidados que a los pocos minutos de caer una intensa lluvia se desbordan y regurgitan un indefinible líquido marrón, inundando las calzadas y produciendo caos circulatorio. Sueño que existe planificación y previsión, un protocolo que se sigue y da resultado para asegurarse de que los sumideros estén en perfectas condiciones de cumplir su función de tragar, no un resignado encogerse de hombros y simplemente desear que el aguacero escampe pronto y que los que traguen sean los de siempre, los ciudadanos. Sueño que el tanque de tormentas que se ha quedado pequeño se ha ampliado hace mucho con alguna de las incontables subvenciones que nos han llegado, mucho más necesarias de gastar aquí que en pantallas informativas de letra minúscula, y no que cada vez que truene en abundancia sigamos a expensas de que el contenido del tanque refluya al agua potable y acabemos bebiendo y lavándonos con efluente.
Cada verano, también sueño que a los propietarios de solares vacíos y descampados en pleno casco urbano, el Ayuntamiento de las muchas y generosas liberaciones les conmine a cumplir con su obligación de mantenerlos limpios y segados como se hace en muchos municipios, evitando que los conatos de incendio sean un elemento habitual veraniego que ya no causa sorpresa, con sus aspectos asociados de riesgos de seguridad o empleo de recursos humanos y materiales de dotaciones de bomberos. Sueño que el propio Consistorio es el primero en predicar con el ejemplo, que su buena programación y su eficiencia en desbrozar la ciudad no permite que se convierta en una selva varios meses del año como siempre ocurre, con invasión de aceras por la vegetación hasta ocultar la señalética y obligar en algunos tramos a los peatones a bajarse y transitar por las vías reservadas a los vehículos, con la maleza descontrolada colonizando los alcorques de los árboles hasta parecer querer competir en altura con ellos, o con las hierbas llegando hasta la mitad de la pierna en El Soto cuando se va a hacer picnic sentados en las mesas de piedra.
Además, sueño que avanzamos algo en la solución del problema inmemorial del abastecimiento de agua. Que no estamos cada estío mirando al cielo a ver si no sufriremos restricciones del líquido elemento, o a los embalses a ver si no nos salen algas cuando en el fondo les queda poca cantidad de agua y las temperaturas exteriores son muy altas. Sueño que ya las obras para mejorar la situación progresan y hasta tienen fecha de finalización (¡a ver si vamos a ser pobres hasta para soñar!).
Sueño asimismo que se aprovecha el verano para empezar y concluir las operaciones asfalto, que no se continúa con cortes en septiembre en plena vuelta al cole, causando colapsos y atascos interminables que estresan y hacen llegar tarde.
Pero, como escribió Calderón de la Barca, los sueños, sueños son. Y todo apunta a que, a este paso, nos quedan muchos veranos por delante para soñar, antes de ver realidades.