Érase una vez un gran caserón, deshabitado y ruinoso, situado en plena entrada de una ciudad amurallada que ostentaba su título de Patrimonio de la Humanidad. No se trataba de la localidad natal de Drácula ni del Hombre Lobo, no; tampoco un municipio con su Plan Estratégico de Turismo basado en experiencias de terror, que habría tenido cierta lógica. Simplemente se había convertido en un pegote urbanístico deplorable, por dejadez y falta de ideas claras.
Los mayores del lugar refieren que esas paredes vieron días felices, que allí recalaban autobuses trayendo y llevando gentes, que se podía comprar prensa, dulces o artículos de joyería en sus establecimientos. Parece difícil de creer, viendo su estado decadente y que ahora nadie osa internarse allí. Los cristales están apedreados, vanos de las ventanas destrozadas cubiertos con tablones, la fachada sucia y abandonada, y como únicos moradores, aves, roedores o insectos.
Los cinco años que lleva Ávila esperando la materialización de aquel evanescente proyecto de una empresa que ubicaría una escuela de emergencias en ese solar, es mucha prueba de paciencia hasta para el santo Job. En el programa electoral con el que el alcalde se presentó a su primera legislatura hace un lustro contemplaba que el inmueble sería un espacio para las asociaciones y el ocio familiar. Poco después de llegar al Mercado Chico, declaró que acogería una escuela de circo. Y posteriormente, anunció la escuela de formación para emergencias. Qué bien nos habría venido en estos momentos haber tenido ese centro funcionando cuando se dijo, con sus egresados ya actuando en escenarios críticos.
Estos días el primer edil afirmaba en un medio de comunicación que si no saliera adelante el proyecto de esta escuela (¿cuánto tiempo más vamos a esperar a esa empresa en el Muelle de San Blas?), allí puede construirse un parking. Sí, ciertamente, el papel lo aguanta todo. ¿Hay proyecto redactado? ¿Planes de dónde obtener la financiación para la obra? De haber surgido la ocurrencia antes, habría sido posible optar a los fondos europeos venidos tras la pandemia. Lo del salto de mata podría convertirse en disciplina olímpica y al menos ganaríamos en algo.
Por si todo acaba como suele, en nada, podemos seguir con la tormenta de ideas. Puede convertirse en lugar para el estudio de la botánica y la zoología, aprovechando la presencia de los hierbajos y los animalillos autóctonos. O un parque temático de fantasmas o jalogüínes, que no harían falta telas de araña artificiales porque están las naturales de larga evolución. Algo habrá que hacer, antes de que el edificio se nos caiga a pedazos. Mientras nos aclaramos, podemos ir tomándonos las uvas, que para eso ya tenemos las luces de Navidad instaladas.